Siento que soy en mi tierra
Muchas veces me pregunto, cuando vuelvo a las imágenes de aquel Romancero memorable, si las tardes amarillas de Dalmiro Coronel Lugones han sido solo una feliz alegoría de las tardes santiagueñas, o si las tardes en Santiago se han vuelto un efecto cromático del Romance, una invención inesperada, la incidencia impredecible de la posición de un color. En este misterioso juego de espejos que se copian las miradas, ¿el poema es metáfora de la tarde o la tarde del poema? ¿Qué trama es esta de palabras, de soles y de tiempo? El color amarillento que destilan aquellos versos, ¿ha teñido de este a oeste y para siempre, la piel languidecida del sol meridional?
Está grabado en nuestras retinas. Las tardes en Santiago se desgranan de amarillo.
Apenas
empezado el siglo veinte, en la ciudad de La Banda, el 6 de julio de 1919, nace
un santiagueño que diera para siempre el color a las tardes de esta tierra. Se
llama Dalmiro: “Aquel que es ilustre por su nobleza”, según cierta onomástica
popular. Dalmiro Coronel Lugones, un bandeño consagrado poeta por la devoción
telúrica de su pueblo nativo, por los artistas folklóricos que le pusieran
música a sus versos, por las escuelas, por los certámenes literarios siempre
ganados, por el paisaje que se vuelve malambo octosilábico y suele venirse vidala
de verso menor en los ocasos.
Hijo de don José Pio Coronel Lugones –de quien se dice fuera descendiente del héroe de la Independencia, coronel Lorenzo Lugones– [1] y de doña Anselma Coronel, Dalmiro, el mayor de ocho hermanos, ha sido un talento precoz que a los nueve años habría compuesto una prosa dedicada a su madre y a los once años ya escribía poesías, según testimonio de sus hermanos.
No
conozco a nadie que le quepa mejor el epíteto de “poeta laureado”. Incontables
y eternos, los laureles: Premios y distinciones a granel y el reconocimiento en
vida de su gente, aclamado en el mundo del folklore por sus poemas
musicalizados.
Según una semblanza de La Banda Diario, de fecha 10 de agosto de 2011, “fue laureado en más de veinte certámenes poéticos realizados en el país” y “han quedado cerca de 450 obras inéditas”. Según algunos testimonios, como el del Señor Omar Estanciero, quien investiga las biografías de los folkloristas santiagueños, Dalmiro Coronel Lugones habría recibido treinta y dos premios en concursos literarios. Más allá de la cantidad, que en cualquier caso es abrumadora, ha recibido, entre otros, el primer premio del diario "Clarín" en 1960, por el poema “Romance del canto nativo”; Primer Premio de la Agrupación Argentina de Poetas, Capital Federal, en 1966, por “Romance de mis tardes amarillas”; en 1969 le adjudicaron el Primer Premio en el tercer certamen para guiones del norte, organizado por el departamento de audiovisuales del Consejo de Difusión Cultural de Tucumán, por su libreto cinematográfico para cortometraje titulado "La Leyenda del Crespín", en colaboración con Ricardo Dell'Aringa. Además ha sido condecorado en 1953 por el Gobierno de España, con la Cuz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, por su obra de acercamiento cultural hispano-argentino. Sea cual fuere el número, es evidente que han sido fuera de lo común, los galardones recibidos.
Llama, sin embargo, la atención los silencios que atraviesan la biografía y la obra de Dalmiro Coronel Lugones. Digo silencios, no digo olvidos. Los olvidos han sido piadosos con este hombre. Se lo recuerda siempre. En el folklore, sobre todo, por la popularidad de sus canciones, un nonbre consagrado en la memoria identitaria del pueblo santiagueño. Tiene su lugar de privilegio en la galería de los próceres de nuestra tradicion. Calles, escuelas, bibliotecas e instituciones de la cultura llevan su nombre, memoria obligada de su sombra inmortal y al mismo tiempo escurridiza. Por eso insisto en que su recuerdo es un prodigio de laureles. De lo que hablo es de un silencio crítico y biográfico. La crítica literaria todavía no acusa recibo del envío de esta obra y ningún biógrafo se ha dado a histórizar una vida que promete un derrotero de giros y de intrigas. No hay un solo estudio dedicado a su obra, y en los estudios críticos generales, tanto de la literatura santiagueña como de la literatura del Noroeste, ni siquiera se lo nombra, aunque hay que reconocer su inclusión en algunas antologías, especialmente por parte de Alfonso Nassif en su Antología de poetas Santiagueños. Es verdad que la escasez de los estudios críticos es una característica de las literaturas de provincia, pero no es menos evidente que en Santiago ha prevalecido la predilección por los autores de La Brasa, cuyas poesías se desplazan en las aguas de una estética menos popular, alejadas de la tradición oral y del estilo romancero. Todas las notas biográficas que he encontrado hasta ahora reproducen, en más o en menos, la reseña de solapa que hay en sus libros, sin casi agregar una sola línea. Nadie hasta ahora se ha tomado en serio la tarea de hacer hablar a esos silencios de alto voltaje que enmudecen la figura de Dalmiro. En esos silencios hay una velada enunciación que pide ser interpretada. ¿Qué razones llevarían a guardar en baúles de silencio una obra consagrada por el pueblo santiagueño? ¿Por qué motivos la crítica y el campo académico han decretado su mudez sobre una voz que no deja de hablar en la poesía? ¿Cuales son los prejuicios y las sospechas que alientan ese silencio?
Tal vez
podamos reconocer algunos. Perturbadores, unos; maliciosos, otros; hay una
constelación de escrúpulos y de sospechas que inquietan a la crítica y a la
elite de lectores. Podemos en todo caso conjeturarlo.
Propongo
tres conjeturas.
Prejuicios
frente al folklore. La poesía de culto se muestra en ocasiones renuente a habitar
en la vecindad de las zambas y chacareras, por el temor a ser sorprendida en
territorio inculto y bárbaro, porque pierde la distinción y la nobleza de clase,
con la que se autopercibe.
Prejuicios
frente una vida bohemia y libre. Las formas, costumbres y elecciones de vida alejadas
de las convenciones urbanas y sociales, no siempre son bien recibidas en una
sociedad tradicionalista y conservadora. A Dalmiro se lo rescata como un
guardián de la santiagueñidad y de la tradición, a la vez que hay un juicio en
reserva sobre una vida personal que rompe los códigos conservadores.
Intimidades de su vida privada se han vuelto un secreto a voces, que al mismo
tiempo nadie está dispuesto a reconocer públicamente, por no menoscabar una
imagen ilustre, ni legitimar prácticas que van en sentido contrario a la moral
burguesa de provincia. Es este el sentido de la ausencia de su nombre en toda
lista de “notables”. Lo cierto es que el reconocimiento de la sociedad
santiagueña se ha mostrado siempre ambivalente, celebrando, por un lado, su
impronta como baluarte de tradición y, por otro lado, ocultando la divulgación
de su vida personal, incluso, el conocimiento de las circunstancias de su
muerte, sobre la cual se cierne un mutismo de cripta.
Sospechas frente a una produccion de frontera. Demasiada erudición para ser folklore, demasiado folklore para ser literatura; sospechas también sobre las formas poéticas (el octosílabo, las cuertetas de rima asonantada al estilo de las coplas), demasiado rígidas para una época cuya tendencia ha sido rupturista, especialmente la estética de vanguardia que se había alimentado en círculos como los de La Brasa.
Como Cristóforo Juarez, como Felipe Rojas, el bandeño es una de las muchas voces de un movimiento que arraiga con firmeza en la cultura popular, sobre todo del interior. Una obra que transita la región difusa, adonde se entrecruzan y se confunden la poesía y el folklore. Con demasiadas resonancias de guitarra y bombo, vahos irrespirables a vino trasnochado y palmas al ritmo de la chacarera, lo que despierta las sospechas y el recelo de la crítica académica más purista. No obstante, Dalmiro sigue abriéndose paso entre las zambas y baladas que reproducen sus poemas, en los recitados, en la memoria de los cultores de la poesía santiagueña.
L, C.
[1] Aunque
que esta descendencia sea dudosa, no deja de ser una referencia de valor
interpretativo para su obra poética –con independencia de la fidelidad del
dato– en la medida en que el propio autor autoadscribe a este linaje en sus
versos.