miércoles, 7 de noviembre de 2012

viernes, 8 de junio de 2012

EL DESAFÍO DE PENSARNOS EN SITUACIÓN


HACIA UNA FILOSOFIA POLÍTICA SITUADA.
Alejandro Auat, Waldhuter, 2011


Filosofía situada, filosofía inmersa en el limo de la historia que, desde ese espesor, piensa la política.  La Filosofía política situada de Alejandro Auat nos interpela a repensarnos en situación como sociedad política y como sociedad politizada. Pensarnos en situación es hacer filosofía desde los bordes de una cuenca peligrosa. Pensarnos en situación es asumirnos desde el riesgo, político y epistemológico, de entramparnos en las redes de nuestra propia localía o en el abismo de un universalismo desfondado. Dicen las palabras preliminares: 
Pretender hacer una filosofía situada implica un doble desafío y más de una dificultad. Por un lado, no podemos renunciar a la abstracción de los conceptos y a su pretensión de universalidad. Por otro, la situacionalidad del pensar remite siempre a un aquí y ahora que es el que motiva las indagaciones, los acentos, los sentidos. (“2011, pag. 11.)

Pero…  ¿cuál en este caso es el aquí y el ahora del pensar? Quiero recordar un texto de  R. Kusch. Un capítulo del Esbozo...  que se llama “La importancia del lugar filosófico". Ahí se plantea una idea que creo interesante para interpretar esta propuesta. La idea de Kusch es que la filosofía, aún la más universal y abstracta, tiene su lugar, un ámbito desde el cual se proyecta y en el que "campean los símbolos". Para el pensador argentino los símbolos constituyen un horizonte de pre-comprensión que opera a nivel semántico sobre el lenguaje.  
Las palabras de R. Kusch visibilizan las tensiones referidas a las palabras preeliminares. Dice Kusch:
Desde aquí me acompaña el sentimiento de tener derecho a la universalidad, aunque no lo tenga, y esto condiciona de por sí la posibilidad de pensar, para acceder a una universalidad paradójicamente propia, a una universalidad que es mía y que tendrá que serlo también de los otros. Mejor dicho, surge una tercera posibilidad de universalidad entre lo universal que todos dicen y mi lugar en ella.  (1978, pág. 108)

Lo que Kusch sugiere es que el filosofar es un juego. Un juego de escalas y de espejos. Un juego nutrido de aquella matriz de significaciones que operan a nuestras espaldas, que corre por debajo, como una vertiente subterránea.
El lugar filosófico en este caso es reconocido por Auat como lugar de enunciación,  locus enuntiationis,  o lugar hermenéutico. No se trata de un lugar físico, no se trata tampoco de un lugar gnoseológico, se trata de un lugar simbólico-axiológico, en el que está implicada la voz propia del pensador.
En la página 21 leemos lo siguiente:
El lugar de enunciación no es solamente gnoseológico, sino también axiológico (…): hay opciones, hay posicionamientos, hay valoraciones en nuestra mirada, conformando un horizonte de pre-comprensión  que debe ser explicitado y criticado para ser asumido conscientemente (2011).

La filosofía situada aquí propuesta se inscribe en la línea de  una tradición que filósofos de estas latitudes han explorado como un modo inédito de hacer filosofía.  Esa tradición que se remonta a la idea de una filosofía americana de Alberdi, la geocultura y el lugar filosófico de Kusch, la geopolítica de Enrique Dussel, la categoría de región como macro-cuerpo de Gaspar Risco, y otras voces que suenan en la misma dirección.
Nos preguntamos entonces ¿Cuál el aquí y el ahora, el en-donde-desde-donde en que se constituye la  filosofía que esta obra hoy nos entrega? ¿Cuál es el “lugar filosófico” del autor?
Acaso no estemos hablando aquí de un topos susceptible de coordenadas fijas. Se trata más bien de coordenadas móviles, en desplazamiento, en juegos de escalas y de espejos. Los títulos que encabezan las secciones de este libro nos dan cuenta de las peripecias y rodeos de ese topos: desde nuestro enclavamiento más próximo en el suelo simbólico de este Santiago ancestral e intempestivo, pasando por los diversos estratos del NOA y de una Argentina que llama a pensarnos  regionalmente mediados, hasta el desafío de subirnos a los andenes del tren de la UNASUR y a ese difuso horizonte que algunos llaman globalización. Topos que a su vez merodea entre diversas temporalidades histórico-políticas, que nuestro autor reconoce como referentes contextuales: el proceso político de Santiago del Estero, el proceso de descomposición de la política nacional que culmina en la crisis del 2001-2002, el proceso abierto desde el 2003 de recuperación del sentido de lo público.
Se trata de una filosofía que asume su anclaje situacional en el  NOA, que atraviesa diversos mapas geoculturales que nos constituyen, para finalmente llamarnos al desafío de sentar las bases para una re-inventación de una democracia situada. Una democracia reinventada  como programa teórico-práctico, asumido como tarea crítica, creativa, prescriptiva.
Hacia una filosofía política situada no es el primer libro de Alejandro Auat.  Si creemos, sin embargo,  que en estas páginas habla una voz diferente. Una voz que se hace oir desde su tonalidad más propia, a la vez que dialectal. En esas páginas,  entre el sordo murmullo de las tradiciones teóricas que nos han abierto caminos, se puede reconocer una voz más próxima a nosotros:  la voz genuina e irrepetible del filósofo en situación.  Esa tonada propia, santiagueña y noroestina, que nuestra filosofía necesita.    

Kusch, Rodolfo (1978). Esbozo de una Antropología Filosófica Americana, San Antonio de Padua, Pcia. de Buenos Aires: Estudios Filosóficos, Ediciones Castañeda, ,.
Auat, Alejandro (2011). Hacia una filosofía política situada, Buenos Aires: Waldhuter Ediciones. 

martes, 14 de febrero de 2012

Los lugares de San Valentín (un cuento inédito)





El encuentro se había producido por una falsa casualidad, provocada por él, seguro. Se habían cruzado en la calle y se vieron de frente. Ella se puso visiblemente incómoda. No había cambiado nada. Todavía la edad, como un fruto en sazón, había realzado su belleza. Tuvieron que reconocerse y saludarse. Ella se puso colorada, temblorosa. Tomás se adelantó y dijo:
- Al fin. No sabes lo que he esperado este momento.
Los ojos de Ana Valeria estuvieron casi por reventar en un llanto histérico. Con voz cortada, le dijo:
- ¡Tomás! ¡Por Dios, no hables!
- Pero… son las cartas.
- ¡Pero, por Dios…!. – dijo Ana Valeria



¿Era insensato escribirle a Ana Valeria después de casi veinte años? ¿de veinte años de tiempo, distancia y olvido?. ¿El día de San Valentín?, ¿que aquí casi no significaba nada? Tomás estaba recién llegado. Dieciocho años fuera del país. En México primero, después Nueva York. Lo que se fue en el setenta y siete, cansado de andar a los tumbos entre la cátedra y el consultorio, un poco también asustado por los estragos en que andaban los milicos. Días antes de escribir la primera carta – porque después fueron varias - se reencontró con antiguos papeles que habían quedado entre las cosas que no se pudo llevar en su exilio.
El papel amarillo, la caligrafía circular y pareja, las palabras ingenuas de aquella Ana Valeria tan enamorada con sus quince años bien instalados - ¿quince o dieciséis? - , lo volvieron a un tiempo fresco, benigno, lleno de ingenua pasión; estaban las fotografías, ella con sus ojos grandes y negros, el pelo castaño corto con flequillo, y la sonrisa llena de luz.
El segundo recreo en la Escuela Normal, siempre esperándose uno a otro en la galería de atrás. Los encuentros por las tardes en la plaza independencia y el bar Escorpio. Los sábados de fiestas y esos besos mojados y tibios. Escenas que volvían a cada momento desde el otro lado de la memoria y lo invadían de una sensación de despojo, de haberse quedado con poco, de saldo pobre.
Ahora, en la perspectiva de una inminente separación, pensó que sería oportuno escribirle para el catorce de febrero, día de San Valentín, día de los enamorados según una tradición americana que había conocido en los años de exilio. Pensó que lo mejor sería obviar el tiempo que había transcurrido, escribirle como si ayer no más hubieran estado juntos, sin poner una sola línea de esa parte de su vida que ella desconocía, y que de últimas no venía al caso.
No fue ni una carta extensa ni cargada de nostalgia; ni un solo exabrupto, sólo retomó un camino dejado atrás hace muchos años y lo siguió naturalmente, igual que había retomado su lengua materna después tantos años de decir el mundo en habla inglesa.

Pero tardé, mucho, Tomás, en decidirme a responderte. Porque la verdad que no entiendo porqué me tienes que decir las cosas por escrito, cuando podrías haberme alcanzado a la salida del colegio y decírmelo de frente. Aunque después me gustó esta onda de escribirnos como si estuviéramos lejos y no tuviéramos otra manera de decirnos las cosas. Además, tengo que reconocer que tu carta estuvo fantástica. Me gusta. Seguí escribiéndome así. Te quiero mucho. Ana Valeria.

A Tomás la carta le pareció desconcertante. Sobre todo cuando ella escribe “podrías haberme alcanzado a la salida del colegio y decírmelo de frente”. ¿Qué quería con esa frase, lejos de todo sentido común después de tanto años y con tanta vida transcurrida?.
No tardó, sin embargo, en responder. La respuesta fue una continuación del juego abierto.
No te hablé en el colegio porque la verdad que los muchachos me tienen podrido con las cargadas, vos sabes como son. Una vez que te fichan con alguna mina te vuelven loco. Además en una carta puedo decirte mejor las cosas. Me gusta cómo te queda el pelo recogido, realza tu sonrisa y tus ojos se vuelven más grandes. Te quiero. Tomás.

El despacho de aquella carta abrió un paréntesis hasta recibir contestación. Tomás pensó que hubo un malentendido, que interpretó para cualquier lado el mensaje y se sintió un idiota. Un papelón, che, gente grande.

Y tardé en contestarte por las pruebas. El trimestre pasado aflojé bastante y mamá me mata si no levanto ahora. Así que anduve todo el día estudiando, por suerte me fue bien. Ahora sí tengo tiempo y puedo escribirte con tranquilidad. No importa si no me hablas en el colegio, igual podemos seguir así, tu última carta me llenó de emoción, la leí tantas veces que casi me la acuerdo de memoria. Yo también me la paso pensando en vos todas las noches. Creo que no falta mucho para el día que podamos estar juntos, sin ningún obstáculo. Mientras tanto seguime escribiendo, es lo más maravilloso que me ha pasado en este tiempo. Tuya. Ana Valeria.

Tomás sintió una satisfacción visceral con aquella carta. Lo invadió la inaudita alegría de interpretar y sentirse interpretado en ese intercambio de palabras que hacía añicos el tiempo y el espacio, la memoria y el olvido. Algo nuevo aparecía ahora. Era el presagio de “estar juntos”. ¿Había una exhortación a buscar la oportunidad del encuentro real, el cara a cara que había sido esquivado por las palabras escritas que iban y venían, de un domicilio a otro?. Sin embargo, no, no es el momento. Había que seguir con las cartas porque ellas habían configurado un lugar de encuentro invulnerable. Se sentían seguros, protegidos por las cosas que los unían y a la vez ponían distancia del mundo, una cueva en el tiempo a la que sólo podían llegar ellos, porque el mundo de cada uno quedaba sepultado en los bordes del papel.
Después siguió un ir y venir de algunas cartas de más o menos igual intensidad, aunque se habían vuelto un repetirse de lo mismo con distintas palabras. Tomás pensó que había llegado el momento de salir de una vez de esa cueva de tiempo y palabra. Construir el espacio real y concreto del contacto, de la misma manera que había construido ese espacio escrito desde el cual se habían amado tanto. Mujer casada, Ana Valeria, el debía por lo tanto simular una casualidad, que abra el paso de las palabras a las cosas.

Después de merodear algunas tardes en las cercanías de la casa, la vio salir y la siguió. Se encontraron a pocos metros uno de otro. Notó inquietud en sus ojos. Cuando intentó dirigirle la palabra, ella le respondió a sus intenciones de ser reconocido:
- ¡Por Dios, no hables..!
Tomás iba a decir algo sobre la última carta. Era inútil. Algo no previsto se había interpuesto entre sus tiempos. Aquellas cartas sin fecha eran el único espacio no contaminado por las opciones que sus vidas habían construido. Ese amor y ese sueño ¿podían acaso tener lugar en un tiempo de carne y hueso? La vio temblar. Creyó que se iba a desmayar. Tuvo decir:
- Creo que me he confundido. Adiós.
Ana Valeria se dio la vuelta y se fue. Sin palabras. Tomás, inmóvil, la miró alejarse con ese movimiento de caderas que ahora le parecía de una belleza inalcanzable y absoluta.
Había pateado el tablero, irreversiblemente. Sin quererlo, sin sospechar la inmediatez del desencanto.
Meses más tarde recibió un sobre sin remitente en el que eran devueltas sin ninguna aclaración sus propias cartas. Como los naipes que se retiran de la mesa cuando ha finalizado el juego.

jueves, 9 de febrero de 2012

El almendro. A Luis A. Spinetta, In memoriam

Siempre me ha alucinado el gusto de las almendras, fruta seca, luminosa, de sabor exquisito y textura refinada, cosechada del árbol de los sueños.
Pero hay otra almendra que alucina. También de sabor exquisito y textura refinada, también cosechada del árbol de los sueños.
Aquella almendra con la que muchos hemos conocido a Spinetta.
Un sabor lento, progresivo, que te llega e invade de a poco hasta el éxtasis más perturbador.
En mi juventud he probado el sabor de aquella almendra de acordes y metáforas salvajes, cuyas resonancias me persiguen hasta hoy.
El almendro ha seguido en pie dando sus frutos oníricos con otros nombres, en otras estaciones, pero siempre con la misma magia, siempre fiel a su suerte frutal. Dicen que en este valle las almendras son de los duendes.
Pero ¿Y si acaso no brillara el sol?
El almendro está caído. El almendro, su corteza donde el hacha ha golpeado brutalmente ya.
Hoy que el sol reseca sus manos y esta sal es la ceniza de la lluvia, sangrado está bajo el agua, porque la noche del tiempo sus horas cumplió.
No queda más que viento. Siempre queda algo más que viento, desgarro del final del historial del comienzo que tal vez reemprenderá.
Porque sus frutos son eternos. Porque tiene alma de diamante. Porque todas sus hojas son del viento.
Que el sabor de las almendras nos acompañe por siempre.