domingo, 28 de febrero de 2016

El oficio de vivir o qué hay en la mesa de luz



Una mesa de luz no es solo una mesa. No es un útil a la mano, ni siquiera una cosa, en sentido material, sustancial. Una mesa de luz es el escenario de una trama de sentidos, un plexo relacional de textualidades y significados. ¿Qué hay en una mesa de luz?  Quienes no tenemos la obsesión por el orden la llenamos de cosas, aquellas cosas que elegimos para cerrar el trámite del día.  Los más piadosos tienen biblias y rosarios, otros tenemos libros, el celular, la tablet, la agenda, fotografías, talismanes varios.

Pertenezco al grupo de los que tenemos libros y no por la costumbre de leer recostados.  Tenemos libros porque nos gusta, algunas noches, solo algunas, leer dos páginas antes de darnos al sueño.  Sentimos la necesidad de una transición, enfriar motores, disponer el pensamiento a un clima más apacible o no, conjurar fantasmas, para no ser Gregorio Samsa o para serlo con fatalidad. 

Miro los libros que tejen los retazos de mis sueños. Hay dos columnas que reúnen una veintena. ¿Veinte libros para leer de noche?  Tal vez no.  Es solo darnos la posibilidad de elegir dos páginas entre miles. Si calculamos un promedio de ciento cincuenta páginas por libro, entonces tenemos a nuestro alcance unas tres mil páginas. Se trata de no repetir y de no dar vueltas en el mismo camino.

Quien viera esas dos columnas todos los días, diría que están ahí los mismos libros desde el origen de los tiempos, o al menos desde que el cuarto está habitado.  Vistas a diario esas columnas no cambian. Hasta pareciera que nadie las toca. Eternas e inmutables como el mundo platónico.

Sin embargo, un inventario minucioso revelaría que hay ingresos y egresos imperceptibles, furtivos, esporádicos, que en el largo plazo cambian completamente su configuración y su paisaje de sentidos.  De tanto en tanto traemos un par de libros nuevos de la biblioteca, que llegan para alterar el orden de esa trama. De tanto en tanto retiramos materiales que pasan a tener otro uso, ya sea porque van a ser leídos en escritorio, llevados de viaje o reubicados en el nicho de la biblioteca.

¿Qué lógica congrega y dispersa a veinte libros en una mesa de luz? ¿Qué se juega en esos reenvíos?  ¿El azar? ¿La necesidad? ¿Las secretas leyes?

¿O quizás podríamos decir que esos libros están concitados por una secreta trama biográfica? Lo que nos pasa, lo que invariable y fatalmente nos pasa cada día, ¿no busca acaso, de un modo u otro, devenir lectura?  La vida vivida quiere ser vida leída y al final de cuentas vida narrada. Vivir es el oficio de ser parte de una historia. Nuestra vida busca con torpeza su sentido en esa constelación de signos. Entre esos libros hay voces que se cruzan, conversaciones solapadas, mensajes que circulan y de algún modo escriben el sentido de una biografía en palabras ajenas. La posición en las columnas también revela una secuencia narrativa. Los que están abajo, soportan al resto porque llevan la marca del tiempo, un tiempo de lectura que ha quedado atrás y que se constituye como memoria. Los que están arriba llevan la pesada carga de intentar en vano resolver el presente. Lo extraño, lo espantosos, es observar rotaciones circulares que testifican la circularidad del tiempo, la memorable serpiente que se muerde la cola.

Algunos títulos en mi mesa: Saer, Cuentos completos, solo leídos en parte. Carver, con tres libros a distinta altura, uno bien abajo y los otros dos  en la superficie. Uno de ellos, Tres rosas amarillas, está en reemplazo de Principiantes, que mi hija se lo ha llevado sin avisar, dejándome un suplente para que no lo extrañe.  Otro es un libro de poemas compilados Vos no sabés lo que es el amor, en donde podemos encontrar un extraño verso en el que Carver habla de Perón. Piglia, también ocupando dos posiciones, cuyas páginas se copian unas a otras. Gonzalo Rojas con un libro de poesías de insólito título, que me cuesta reproducir. Libros de amigos, antiguas voces que ya no voy a escuchar, como Casa enterradas de Carlos Manuel Fernández Loza. En fin, podría  enumerar una quincena más y quizás en otro texto quepa darme a hablar de cada uno de esos libros. De cuándo y cómo han llegado hasta ahí y qué pasaba conmigo mientras tanto.

Voy a hablar de los últimos ingresos en esas filas. Uno es un viejo libro frecuentado en mi juventud: El oficio de vivir, de Cesare Pavese.  Se trata de un diario cargado de reflexiones existenciales, que termina dando cuentas del suicidio del poeta. Creo que llegó porque había cosas en mí que no alcanzaba a ordenar y la visita de aquellas páginas me hacía sentir que al menos no era el único.

El segundo tiene circunstancias más felices y, paradójicamente, había llegado casi junto con el primero. Es un libro de Jorge Amado, a quien no había leído antes. Se llama Sudor y conjuga una serie de relatos articulados que describen las costumbres y desdichas de los habitantes de un conventillo en Salvador de bahía. La exploración del libro ha sido a raíz de un viaje a aquella ciudad, que me ha sido anticipada por este narrador. Entonces, visitar Salvador de Bahía ha sido para mí recorrer una ciudad ya conocida y sufrida.

Saer y un Piglia, también son desembarcos recientes, pero los inscribo en un horizonte de pretensiones de erudición, antes que en la exigencia de una construcción narrativa.


En fin, algunos lo hacen decir a Sócrates que “una vida sin examen no merece ser vivida”. Una forma de encaminar ese examen es preguntarnos ¿Qué hay en nuestra mesa de luz y por qué?  Seguro que la respuesta está menos a la mano de lo que pensamos, razón por la cual no está de más hacernos la pregunta.