sábado, 10 de diciembre de 2011

MEMORIA DE AQUELLAS NOCHES. EL CICLO DE POESÍA DE LOS VIERNES EN EL BAR "LOS CABEZONES"



Lo que quiero relatar es una de las épocas más felices de la poesía.

Lo que quiero relatar pertenece a la historia no narrada de Santiago.

Lo que quiero relatar tiene que ver con personas y lugares que ya no están. O que han cambiado. O que nunca serán lo que han sido entonces. Un sueño incompleto que se vuelve recurrente, perturbador, interpelante.

Nunca me hubiera imaginado que Felipe Rojas alguna vez nos dejaría. Tampoco hubiera pensado que el bar Los Cabezones sería demolido alguna vez por la maquinaria de los tiempos modernos. Ambas cosas han sucedido en un lapso menor a cinco años. En ese lapso hay toda una historia enterrada.

Este relato tiene sus inicios en el mes de octubre del año dos mil. Alberto Tasso me había hablado por teléfono. Quería invitarme a participar de una noche de lectura de poesía en aquel viejo bar junto a Felipe Rojas, poeta y amigo de travesías y desvelos. Eran los inicios del Ciclo de Poesía de los Viernes en el Bar Los Cabezones, un rincón en el que la tonada santiagueña se daba el goce de escucharse a sí misma en la mejor poesía leída por sus autores. Ese rincón tenía su momento y su sitio: el viernes por la noche en el Bar Los Cabezones, de la calle independencia y 9 de julio. A la sazón, verdadero santuario de la poesía y del arte santiagueño. En la penumbra de un salón angosto y largo se abría paso una episódica e irrepetible experiencia de lo bello.

Porque el ciclo de poesía de los viernes ha sido el advenimiento un decir poético renovado, abarcador, ininterrumpido. Un decir que cobijaba voces de distintos tonos y latitudes, bajo la impronta del deseo de la palabra. Una iniciativa plural, abierta, que buscaba generar un encuentro entre autor y público los días viernes, cada quince días, una esperada noche. Era una más de las propuestas de El Colegio de Santiago, vocación instituida a promover el conocimiento, la cultura y el arte que se cocina en esta tierra.

Aquella noche con Felipe Rojas ha sido una experiencia que no tiene precedentes, por lo menos en lo personal. Sin coordinación previa, hemos leído poemas encadenados, que terminaban y comenzaban a partir de impensadas relaciones de sentido. Ha habido poesía. Ha habido humor. Ha habido, sobre todo, calidez, cercanía, amistad. Me acuerdo, entre otras cosas, que estaban presentes algunos amigos que también se han ido ya. Carlos Manuel Fernandez Loza y Luis Ponce, ambos muy queridos y extrañados en esta tierra.

Después de aquel viernes, Alberto Tasso me ha propuesto para que colaborara con la coordinación del Ciclo. A lo cual he accedido con el mayor de los placeres, porque percibía algo diferente que se anunciaba.

No me parece exagerado decir que ha sido una experiencia inédita en las letras de Santiago. No tengo registro de algo similar que haya tenido lugar con anterioridad. El ciclo ha durado unos tres años, con algunos epígonos posteriores. Desde el año dos mil hasta el dos mil tres, en simultáneo con la mayor crisis política de los últimos tiempos, la poesía transcurría por un cauce inmune al colapso y el caos. Caían gobiernos y modelos económicos, se devaluaba la vida, se sucedían presidentes, y siempre quedaba la poesía sosteniendo esperanzas, siempre los viernes, siempre el bar Los Cabezones. “Es extraño leer poesía mientras por todos lados solo se habla de riego país”, comentaba Alberto en una de esas noches.

Han pasado por sus mesas medio centenar de escritores de nuestra provincia de la más diversa entonación. Entre otros, han estado con su voz y su palabra: Selva Yolanda Pocha Ramos, Roxana Chávez, Elisa Piccoli, Alfonso Nassif, Eva Gardenal, Carlos Figueroa, Melcy Ocampo, Ana María Domínguez, Juan E. Paz, Felipe Rojas, Marita Pilán, Francisco Avendaño, Alberto Tasso, Carola Santucho, Jorge Rosenberg, Ricardo Sgoifo, Carlos Artayer, Graciela Alicia López, Silvia Piccoli, Eduardo Lalo Lescano, Clarisa Pérez Villalobos, y J.A. Villalba, Adriana Del Vito y seguramente otros cuyos nombres escapan a mi memoria.

Juan Saavedra ha recitado poemas de su autoría, a la vez que ha poetizado con la danza, en una imperdible combinación de lenguajes y de artes, que despliegan un enlace de sentidos.

También nos han acompañado poetas santiagueños que residen en Buenos Aires y han traído sus ecos a esta tierra: Julio César Quico Salgado, presentando su libro Trampa Natura, y Pablo Narral la revista de poesía El Jabalí.

En otras oportunidades se han recordado voces que están en el tiempo: Gilda Roldán y Juan Andrés Alba han traído la memoria de Alberto Alba. Ana Gómez ha leído a Dalmiro Coronel Lugones, yo mismo he leido a Manuel J. Castilla y Ramón Paz a Atahualpa Yupanqui. José Andrés Rivas ha presentado a Bernardo Canal Feijóo poeta.

También la música ha encontrado refugio en la calidez de esas noches interminables: Las guitarras de Ricardo Cianferoni y Miguelito Simón, y la flauta traversa de Andrea Legname, entre varios otros músicos.

Narradores y poetas de provincias vecinas nos han visitado y presentado sus libros. Alejandro Carrizo, Sergio Uzandivaras y Selva Femayor de Jujuy, Susana Valenti y Héctor Berenguer de Rosario, Ricardo Irastorza de Córdoba, Ana María Cossio, Griselda Barale y David Lagmanovich de Tucumán, y Blanca Salcedo de Formosa.

El ciclo ha sido el ámbito para numerosas presentaciones de libros, de revistas culturales, de plaquetas, de videos, de toda ocasión para compartir arte. Ha sido enorme, incalculable, el caudal de voces y sentidos que han hecho nido en este refugio.

En esta iniciativa ha sido fundamental –y esto hay que decirlo- el papel de un público firme, perspicaz, poseído de escucha, atenta y respetuosa escucha; desbordante de goce y de sentido. Entre seguidores permanentes del ciclo, parroquianos infaltables, grupos ocasionales que variaban en cada noche, la concurrencia ha sido generosa, participante, lo que ha dado lugar a un clima cálido, acogedor, siempre deseoso de escuchar poesía. En el transcurrir de la noche no faltaba la ocasión para que alguien tomase la palabra, leyese espontáneamente un poema o dejase resonando unas notas de fino humor, especialmente en ese momento final en que después de la lectura se busca perpetuar el momento compartiendo alguna copa.

No puedo olvidar el viernes de la Pocha Ramos, en que nos ha entregado unos poemas desgarradores, recitados con su voz arrastrada y húmeda, derramada de pensamientos sobre el amor, siempre el amor en boca de la Pocha. Quizás la última vez que leyó en publico. No lo sé. No lo puedo saber. Pero es mi deber interpretar que ha sido su despedida. Es mi deber pensar que la Pocha dijo adiós a Santiago en aquella noche. El bar estaba absolutamente desbordado. Su voz era casi imperceptible entre esa multitud, que se había convocado a escucharla, presintiendo una despedida, porque un par de años después Santiago sabría de su partida.

Tampoco puedo olvidarme de la noche que recibimos la visita de David Lagmánovich –un grande que también nos ha dejado, y ya son varios- , que nos ha paralizado con una poesía certera, lucida, implosiva, matizada de su humildad y bonhomía. Ha leído, ha reflexionado, ha merodeado la belleza ante un público estupefacto.

No puedo olvidarme, en fin, de tantas noches de goce y amistad, de humor y conocimiento, de exaltación y de júbilo. El Ciclo de poesía de los viernes ha sido un derroche de voces y rostros memorables.

Algunas mañanas que voy al centro, hago una parada en el café que está emplazado en esa galería que hoy ocupa el sitio del antiguo bar. No puedo evitar el sentir el murmullo de tantos versos que han quedado colgados del silencio de las columnas. Esas columnas que han perdurado en el nuevo edificio, en un acto de resistencia a la feroz modernización de los tiempos. Esas imponentes columnas que guardan en su mutismo relatos, versos y música, testigos inmutables de tanto aquelarre, de tanta noche poetizada, de tanta belleza. Todavía queda entre ellas un silencio perturbador. Todavía se sienten vibraciones de esas noches apresadas en su maciza presencia. Voces desencontradas de sus ecos, poemas que no dan con sus lectores, relatos que no han sido narrados y aun esperan, sones suspendidos en el tiempo como una niebla.

Bebo el café y fumo un cigarrillo, mientras escucho y me nutro de lo que ha quedado en esas modernas ruinas. Recuerdo. Me dejo reencontrar por aquellas noches. Digo poemas en la memoria.

Ojalá que la poesía en Santiago se encuentre a sí misma en algún rincón que, como aquel, le preste la escucha necesaria para volverse noche.

Necesito un viernes en mi vida.

Santiago necesita viernes de poesía.