miércoles, 19 de mayo de 2010

“El pueblo quiere saber de qué se trata”. Bicentenario de un lugar común.



“El pueblo quiere saber de qué se trata…” , un enunciado colectivo, una expresión común, que desde nuestro mayo de mil ochocientos diez, atraviesa doscientos años de historia y nos visita una y otra vez como un viejo talismán que siempre vuelve. Simple y elocuente, transparente construcción verbal que heredamos, reiteramos y consagramos no solo en actos patrios sino en el mitin político, en la palestra de los medios, en el piquete, en el aula. Históricas palabras, se transmiten con la elocuencia de las grandes voces que, como grandes, a la vez que dicen, callan; a la vez que muestran, esconden. Esconden y callan las vivencias de disociación de un pueblo escindido, como también esconden y callan la legítima voluntad ciudadana de saber, conocer, entender y participar, de un sujeto postergado.

El pueblo quiere saber se ha instituido ya en el más monumental de los lugares comunes. Como todo lugar común, es un lugar en préstamo. Un sitio en el que nos dejamos pensar por los otros, porque hemos abdicado del esfuerzo de preguntar. Lugares comunes, frases hechas, clisés del discurso dominante, espacios de sentido en los que nos hallamos cómodos porque hay algo que está resuelto con eficacia y de antemano, desde un lugar que no es el nuestro. Nos ponen en la luz de un pensamiento claro, irrefutable, de ilusoria evidencia. Porque hay un campo de sentido que está ya siempre construido y apropiado por una recurrencia que instituye su validez. Y ese lugar nos deleita porque nos sentimos luminosos, brillantes, traspasados por el gran rayo de luz y de verdad de los cabildantes que tramaron el relato de la revolución.

Propongo no pensar en lo que esta expresión dice, propongo pensar en aquello que deja de decir. En esa dirección preguntamos ¿Qué pueblo es el que quiere y de qué saber se trata? ¿Cuál es el pueblo, sujeto de esta expresión? ¿A quién incluimos y a quien dejamos afuera cuando afirmamos que el pueblo quiere saber? ¿qué saber está aquí en juego? ¿En qué relato del gran pueblo argentino incluimos esta expresión?

El pueblo que quiere saber, ha sido siempre el lugar de los iluminados que se posicionan en el monopolio de la palabra y el saber, los vecinos acomodados e ilustres de la vieja Buenos Aires, los que en bastón y levita podían hablarle al Cabildo, el pueblo acartonado que, con el tiempo, dará lugar a una Nación Jurídico-formal, eternamente desbordada por ese otro pueblo que quiere saber y no puede. El pueblo que quiere saber en ese relato no son las multitudes silenciosas que fraguan la densidad de la historia.

Porque hay otro pueblo que también quiere saber. El que ha quedado enterrado debajo del barro de una plaza, el que no tenia paraguas y no estuvo frente al cabildo, porque hacía frío, y porque todavía tiene hambre, doscientos años después. Es el pueblo de las pobres provincias que supieron de la revolución cuando ya se había consumado, porque siempre llega tarde.

Es el no educable, que Sarmiento ponía en entredicho, el bárbaro, el indio, el hachero, el descamisado, el paria, el que va y viene de la historia arrastrado por un relato dominante que lo invoca y expulsa cuando quiere.

¿Qué saber quiere el pueblo? Y el saber querido por el pueblo, el de la plaza, desde mayo hasta el Bicentenario ¿no es acaso el saber del discurso único, que otorga y retira la palabra según propios y mezquinos intereses?

El saber que quiere el pueblo, si hablamos de ese otro pueblo de carne y hueso, que no estuvo en aquella histórica plaza ni lo está hoy en la plaza virtual de las pantallas, acaso sea ese saber plural, descentrado, abierto, multiforme, que circula en una multiplicidad de relatos. Relatos que no siempre llegan al lugar de La Palabra, que claman por un lugar en las escuelas y un minuto de aire en el cielo multimedial suprasensible. Es el saber de la vida y la cultura latiente, que circula en un ramal inabarcable y diverso de voces y murmullos. Un saber que nos abre a “ser en la diferencia”, como la palabra silenciosa en donde la Nación “no dicha” en los discursos hegemónicos, encuentre finalmente su lugar.

En este Bicentenario pensemos que “pueblo” y “saber” son lugares irresueltos en nuestra historia para seguir trabajando. Hay un cabildo que todavía sigue abierto.

jueves, 13 de mayo de 2010

SAMUEL BECKETT: A PUNTO DE SIGNIFICAR ALGO. "Final de Partida" en la UCSE



“En este lugar, en este momento,

la humanidad somos nosotros,

nos guste o no. Aprovechémoslo, antes

de que sea demasiado tarde.”

Beckett, Esperando a Godot




Borges relata una anécdota. En cierta oportunidad había asistido a una puesta en escena de Macbech. La puesta era mala, la traducción pésima, el vestuario decadente, nos dice decepcionado. Sin embargo, al finalizar la obra confiesa que inexplicablemente se sintió “deshecho de pasión trágica” y concluye: “Shakespeare se había abierto camino”.

Al tomar conocimiento que se iba a llevar a cabo en Santiago del Estero una puesta de Final de partida de Samuel Beckett, he pensado en los desafíos y riesgos que representaba un texto de semejante complejidad, un texto que exige mucho del elenco y su dirección, ya que se trata de una propuesta que colisiona con el sentido común y con las expectativas acostumbradas frente a una obra de teatro, que transgrede mucho las tradiciones dramáticas que estamos acostumbrados a presenciar.

Con el recuerdo de la anécdota de Borges he entendido que de cualquier modo valía la pena ver la obra, ya que bien podría Beckett abrirse paso, entre las ruinas de una puesta en escena poco feliz.

El desafío era asumido por el grupo de teatro independiente Mareaje en el marco de las actividades culturales por la celebración del cincuenta aniversario de la UCSE, el sábado ocho de mayo.

Felizmente sorprendido, tengo que admitir que no he necesitado el consuelo de Borges. La puesta en escena ha resultado de una fuerza extraordinaria, se ofreció un Beckett aplastante, desgarrador, angustioso y gigante. Un trabajo actoral exhaustivo, de una base extraordinariamente lograda, tal vez desparejo, con un descomunal Hamm que fragmentaba los silencios con una voz de estremecedoras reminiscencias oníricas. La escenografía, acorde, discreta, mínima, como debe en este caso serlo. Un reloj a velocidad descontrolada, desvanecía el tiempo cósmico en el devenir del habla, en un precipitado flujo de significantes. Los irremplazables tachos, la silla con ruedas y las insinuantes ventanas abiertas a la anchura inalcanzable del mundo, han sido el marco necesario para que tuviera lugar la atmósfera indigente y sombría que rodea la “acción”.

Nos llevaron - a nosotros, el público- hasta ese punto sin retorno al que lleva Beckett, a esa cornisa del sin sentido, nos dejaron ahí y ahí nos interpelaron, con esa exclamación-pregunta que resuena como un martillazo en nuestro fragmentario entendimiento “¡ estamos a punto… estamos a punto de significar algo!”, con un tartamuedeo que evoca el balanceo pendular de un cuerpo en la cornisa frente a la fosa del vacío. La pregunta queda en suspenso como un significante hueco que se mece en nuestras precarias certezas. Ese es quizá el lugar penumbroso al que el texto y su representación nos llevan: un “a punto de” que no se resuelve, que no se puede resolver sino en la perplejidad de un espectador atónito frente al vacío, frente a ese hiato que se abre entre el lenguaje y el ser. Un “a punto de” que desespera. Un significante que queda ahí colgado del silencio, para que el espectador lo piense desde las ruinas de un sentido literal y unívoco. El texto nos llama a la construcción, pero a una construcción precaria, inconclusa, siempre desfondada. No hay en la obra de Samuel Beckett –como no lo hay en ninguna obra bien lograda- un “querer decir” en el que se cierra el texto. Lo que hay es un llamado a “dejarnos decir”, ser atravesados por la obra. Se trata de una cadena significante que no está vinculada necesariamente a una construcción previa de sentido, pero que tampoco navega en la ciénaga de lo arbitrario y lo gratuito. Acaso en ese trabajoso equilibrio está “el punto” del significar.

No es este el lugar de ensayar aquí una “lectura” de Beckett. Solamente queríamos dejar en claro algunos logros de esta realización.

Si como quiere Gadamer la interpretación es un juego creativo de apertura de posibilidades que promueve la obra, esta propuesta supo desarrollar lo mejor que nos ofrece Beckett, desde este lugar, en estas condiciones y para este público.

La obra se presentará en La Plata en este sábado 17 en el Festival Nacional de Teatro. Más allá de expresar los mejores augurios para este evento, es bueno valorar antes la altura de esta propuesta.