sábado, 10 de diciembre de 2011

MEMORIA DE AQUELLAS NOCHES. EL CICLO DE POESÍA DE LOS VIERNES EN EL BAR "LOS CABEZONES"



Lo que quiero relatar es una de las épocas más felices de la poesía.

Lo que quiero relatar pertenece a la historia no narrada de Santiago.

Lo que quiero relatar tiene que ver con personas y lugares que ya no están. O que han cambiado. O que nunca serán lo que han sido entonces. Un sueño incompleto que se vuelve recurrente, perturbador, interpelante.

Nunca me hubiera imaginado que Felipe Rojas alguna vez nos dejaría. Tampoco hubiera pensado que el bar Los Cabezones sería demolido alguna vez por la maquinaria de los tiempos modernos. Ambas cosas han sucedido en un lapso menor a cinco años. En ese lapso hay toda una historia enterrada.

Este relato tiene sus inicios en el mes de octubre del año dos mil. Alberto Tasso me había hablado por teléfono. Quería invitarme a participar de una noche de lectura de poesía en aquel viejo bar junto a Felipe Rojas, poeta y amigo de travesías y desvelos. Eran los inicios del Ciclo de Poesía de los Viernes en el Bar Los Cabezones, un rincón en el que la tonada santiagueña se daba el goce de escucharse a sí misma en la mejor poesía leída por sus autores. Ese rincón tenía su momento y su sitio: el viernes por la noche en el Bar Los Cabezones, de la calle independencia y 9 de julio. A la sazón, verdadero santuario de la poesía y del arte santiagueño. En la penumbra de un salón angosto y largo se abría paso una episódica e irrepetible experiencia de lo bello.

Porque el ciclo de poesía de los viernes ha sido el advenimiento un decir poético renovado, abarcador, ininterrumpido. Un decir que cobijaba voces de distintos tonos y latitudes, bajo la impronta del deseo de la palabra. Una iniciativa plural, abierta, que buscaba generar un encuentro entre autor y público los días viernes, cada quince días, una esperada noche. Era una más de las propuestas de El Colegio de Santiago, vocación instituida a promover el conocimiento, la cultura y el arte que se cocina en esta tierra.

Aquella noche con Felipe Rojas ha sido una experiencia que no tiene precedentes, por lo menos en lo personal. Sin coordinación previa, hemos leído poemas encadenados, que terminaban y comenzaban a partir de impensadas relaciones de sentido. Ha habido poesía. Ha habido humor. Ha habido, sobre todo, calidez, cercanía, amistad. Me acuerdo, entre otras cosas, que estaban presentes algunos amigos que también se han ido ya. Carlos Manuel Fernandez Loza y Luis Ponce, ambos muy queridos y extrañados en esta tierra.

Después de aquel viernes, Alberto Tasso me ha propuesto para que colaborara con la coordinación del Ciclo. A lo cual he accedido con el mayor de los placeres, porque percibía algo diferente que se anunciaba.

No me parece exagerado decir que ha sido una experiencia inédita en las letras de Santiago. No tengo registro de algo similar que haya tenido lugar con anterioridad. El ciclo ha durado unos tres años, con algunos epígonos posteriores. Desde el año dos mil hasta el dos mil tres, en simultáneo con la mayor crisis política de los últimos tiempos, la poesía transcurría por un cauce inmune al colapso y el caos. Caían gobiernos y modelos económicos, se devaluaba la vida, se sucedían presidentes, y siempre quedaba la poesía sosteniendo esperanzas, siempre los viernes, siempre el bar Los Cabezones. “Es extraño leer poesía mientras por todos lados solo se habla de riego país”, comentaba Alberto en una de esas noches.

Han pasado por sus mesas medio centenar de escritores de nuestra provincia de la más diversa entonación. Entre otros, han estado con su voz y su palabra: Selva Yolanda Pocha Ramos, Roxana Chávez, Elisa Piccoli, Alfonso Nassif, Eva Gardenal, Carlos Figueroa, Melcy Ocampo, Ana María Domínguez, Juan E. Paz, Felipe Rojas, Marita Pilán, Francisco Avendaño, Alberto Tasso, Carola Santucho, Jorge Rosenberg, Ricardo Sgoifo, Carlos Artayer, Graciela Alicia López, Silvia Piccoli, Eduardo Lalo Lescano, Clarisa Pérez Villalobos, y J.A. Villalba, Adriana Del Vito y seguramente otros cuyos nombres escapan a mi memoria.

Juan Saavedra ha recitado poemas de su autoría, a la vez que ha poetizado con la danza, en una imperdible combinación de lenguajes y de artes, que despliegan un enlace de sentidos.

También nos han acompañado poetas santiagueños que residen en Buenos Aires y han traído sus ecos a esta tierra: Julio César Quico Salgado, presentando su libro Trampa Natura, y Pablo Narral la revista de poesía El Jabalí.

En otras oportunidades se han recordado voces que están en el tiempo: Gilda Roldán y Juan Andrés Alba han traído la memoria de Alberto Alba. Ana Gómez ha leído a Dalmiro Coronel Lugones, yo mismo he leido a Manuel J. Castilla y Ramón Paz a Atahualpa Yupanqui. José Andrés Rivas ha presentado a Bernardo Canal Feijóo poeta.

También la música ha encontrado refugio en la calidez de esas noches interminables: Las guitarras de Ricardo Cianferoni y Miguelito Simón, y la flauta traversa de Andrea Legname, entre varios otros músicos.

Narradores y poetas de provincias vecinas nos han visitado y presentado sus libros. Alejandro Carrizo, Sergio Uzandivaras y Selva Femayor de Jujuy, Susana Valenti y Héctor Berenguer de Rosario, Ricardo Irastorza de Córdoba, Ana María Cossio, Griselda Barale y David Lagmanovich de Tucumán, y Blanca Salcedo de Formosa.

El ciclo ha sido el ámbito para numerosas presentaciones de libros, de revistas culturales, de plaquetas, de videos, de toda ocasión para compartir arte. Ha sido enorme, incalculable, el caudal de voces y sentidos que han hecho nido en este refugio.

En esta iniciativa ha sido fundamental –y esto hay que decirlo- el papel de un público firme, perspicaz, poseído de escucha, atenta y respetuosa escucha; desbordante de goce y de sentido. Entre seguidores permanentes del ciclo, parroquianos infaltables, grupos ocasionales que variaban en cada noche, la concurrencia ha sido generosa, participante, lo que ha dado lugar a un clima cálido, acogedor, siempre deseoso de escuchar poesía. En el transcurrir de la noche no faltaba la ocasión para que alguien tomase la palabra, leyese espontáneamente un poema o dejase resonando unas notas de fino humor, especialmente en ese momento final en que después de la lectura se busca perpetuar el momento compartiendo alguna copa.

No puedo olvidar el viernes de la Pocha Ramos, en que nos ha entregado unos poemas desgarradores, recitados con su voz arrastrada y húmeda, derramada de pensamientos sobre el amor, siempre el amor en boca de la Pocha. Quizás la última vez que leyó en publico. No lo sé. No lo puedo saber. Pero es mi deber interpretar que ha sido su despedida. Es mi deber pensar que la Pocha dijo adiós a Santiago en aquella noche. El bar estaba absolutamente desbordado. Su voz era casi imperceptible entre esa multitud, que se había convocado a escucharla, presintiendo una despedida, porque un par de años después Santiago sabría de su partida.

Tampoco puedo olvidarme de la noche que recibimos la visita de David Lagmánovich –un grande que también nos ha dejado, y ya son varios- , que nos ha paralizado con una poesía certera, lucida, implosiva, matizada de su humildad y bonhomía. Ha leído, ha reflexionado, ha merodeado la belleza ante un público estupefacto.

No puedo olvidarme, en fin, de tantas noches de goce y amistad, de humor y conocimiento, de exaltación y de júbilo. El Ciclo de poesía de los viernes ha sido un derroche de voces y rostros memorables.

Algunas mañanas que voy al centro, hago una parada en el café que está emplazado en esa galería que hoy ocupa el sitio del antiguo bar. No puedo evitar el sentir el murmullo de tantos versos que han quedado colgados del silencio de las columnas. Esas columnas que han perdurado en el nuevo edificio, en un acto de resistencia a la feroz modernización de los tiempos. Esas imponentes columnas que guardan en su mutismo relatos, versos y música, testigos inmutables de tanto aquelarre, de tanta noche poetizada, de tanta belleza. Todavía queda entre ellas un silencio perturbador. Todavía se sienten vibraciones de esas noches apresadas en su maciza presencia. Voces desencontradas de sus ecos, poemas que no dan con sus lectores, relatos que no han sido narrados y aun esperan, sones suspendidos en el tiempo como una niebla.

Bebo el café y fumo un cigarrillo, mientras escucho y me nutro de lo que ha quedado en esas modernas ruinas. Recuerdo. Me dejo reencontrar por aquellas noches. Digo poemas en la memoria.

Ojalá que la poesía en Santiago se encuentre a sí misma en algún rincón que, como aquel, le preste la escucha necesaria para volverse noche.

Necesito un viernes en mi vida.

Santiago necesita viernes de poesía.

sábado, 30 de abril de 2011

ERNESTO SÁBATO: EN EL FONDO DE “EL TÚNEL”




Sábato ha muerto hoy. No voy a decir que estoy apenado. No voy a hablar de su grandeza, ni de su valentía, ni de su condición de hombre justo. No voy a referirme a su compromiso con los derechos humanos, ni abrir juicios éticos. En este momento hay demasiadas plumas escribiendo sobre esas cosas. Prefiero evitar esos lugares. Prefiero preguntarme ¿qué nos ha dejado en su largo camino de un siglo de vida en esta tierra?

He conocido a Sábato en aquellos vulnerables años de adolescencia. El azar o las secretas leyes que rigen esta trama –¡con su permiso, Borges!- , ha puesto su libro “Sobre Héroes y tumbas” entre mis manos vacilantes. El libro venía viajando desde el fondo de la historia, había estado de paso en la biblioteca de mi padre y un día me sorprende con su volumen y su textura entre mis manos. No sabía, no podía saber, quién era Sábato, ni sobre qué cosas escribía. Ingenuamente, me ha cautivado la gráfica de la portada, una escultura de un dios, o algo parecido, en una superficie de arena. El contacto de mis manos con ese libro me llenaba de una extraña energía, como si viniera de otro mundo. No podía no leer. El libro mandaba.

En ese entonces yo no era aun lo que se dice un lector, y menos sospechaba que estaba a punto de comenzar a serlo. Porque después de abrir esas páginas, no he vuelto a cerrarlas hasta hoy. Sábato me ha llevado a un territorio del que ya no se puede volver. Onírico, tenebroso, a la vez que insospechadamente bello y deslumbrante. Lo he leído sin interrupciones en noches interminables en que las madrugadas me sorprendían con el velador prendido y el alma convulsionada. Fernando Vidal Olmos, Martín, Alejandra, han llegado a ser personajes de carne y hueso que me visitaban a mi alcoba. Y en los que reconocía con extremo pavor los conflictos de ese abismo que significa la vida adolescente, que angustiosamente atravesaba.

Ese libro ha cambiado la textura biográfica de mis días. A veces pienso que si no hubiese llegado a mis manos, mi historia –y la de otros como yo- hubiese sido diferente, inexorablemente, y acaso no estaría escribiendo hoy estas líneas, acaso estaría mirando la vida desde otro lugar.

Porque después he ido tras los rastros de “El Túnel”. Otra vez la experiencia de someterme al señorío del texto, leído en un solo aliento. Yo leía, Sábato mandaba. Otra vez la experiencia de mirar con asombro y pavor el fondo cenagoso del alma juvenil. Esa experiencia ha significado un despertar, una gran conmoción ante el misterio de la existencia.

A partir de entonces he seguido leyendo el resto de sus libros, Abadón, y los ensayos, especialmente El escritor y sus fantasmas. Y he mantenido una fidelidad incondicional de lector sumiso.

El contacto con Sábato me ha arrastrado al reino de la mejor literatura. Dostoievski, Kafka, Camus, Roberto Arlt, y toda la narrativa del siglo XX. Ellos estaban esperando detrás de la contratapa y cada uno ha tenido su momento para abrir de par en par sus mejores páginas.

Al cabo de los años, con el corsé de una desprolija formación literaria, he sospechado contradicciones y ambigüedades, algunas limitaciones y faltas de estilo, en su obra y aun más en su persona, que convivía con el personaje. He empezado a sospechar que Sábato era demasiado para Sábato.

¿Pero cómo olvidar las puertas abiertas por el autor de esos libros que habían llegado hasta mi, como venidos del infierno en que yo mismo me hundía? ¿Cómo dejar atrás la intensidad vivida en esos desvelos en que la lectura me sumía en un trance hipnótico? ¿Cómo alejarme de quien me había enseñado los arcanos de la existencia en un lenguaje descarnado y brutal?

Entonces, me he dado a pensar que el autor de “Sobre héroes y tumbas” merece ciertas consideraciones, que no siempre le han sido dadas. Sus textos no son para cualquiera ni para cualquier momento. Construyen un lector que necesariamente debe estar en situación de ruptura, convocan a un lector quebrado, irresuelto, víctima de su propio abismo. Son historias que llaman desde la tempestad, desde la desesperación, o desde la angustia por la finitud y la desolación de una vida hecha de posibles no realizados, y de consumaciones indeseadas. Buscan un lector incompleto, desorientado, entrampado en sus contradicciones y perplejidades.

Vuelvo. ¿Qué nos ha dejado Ernesto Sábato en su largo camino en esta tierra? Con sus palabras estaríamos tentados a decir que nos ha dejado sus pesadillas. Pero preferiría pensar que nos ha entregado un juego de tramas espejadas, en donde reconocernos como seres mortales, expuestos al fracaso, a la desesperación, a la caída. Nos ha dejado historias en las que podemos explorar las regiones más áridas, aunque no menos constitutivas de nosotros mismos. Pero también nos ha dejado un fugaz resplandor en esa oscuridad. En el final del abismo hay un “ojo fosforescente” en pugna con las tinieblas. Nos ha enseñado que en el fondo del túnel conviven El dragón y la princesa.

jueves, 24 de marzo de 2011

LAS POLÍTICAS DE LA MEMORIA EN LA ARGENTINA



Pensemos con un verso de Borges, que pertenece al poema Everness, de “El otro, el mismo”: “Solo una cosa no hay. Es el olvido” . El énfasis de un ciego que vive en la compulsión de una memoria minuciosa. Algo resuena en sus palabras, sin embargo. El olvido, si no imposible, cuando menos es una obscenidad. Los textos de Borges reflejan una y otra vez la tensión entre memoria y olvido. Entre Funes, el memorioso, y las voraces aguas del leteo. En el poema Son los ríos de “Los Conjurados”, nos dice: “la memoria no acuña su moneda. / y sin embargo hay algo que se queda / y sin embargo hay algo que se queja”. Aun traicionada por el olvido, aun sin cuño, la memoria no deja de ser “impronta” imborrable y a la vez angustiosa, la memoria suele dejar sabor amargo. “Hay algo que se queja”. Además de imborrable, puede ser traumática.

Esa memoria a la vez imborrable y endeble, angustiosa, desesperante a veces, algunos autores la suponen como una atribución colectiva. Cuando se habla de la memoria se usa este concepto a una escala individual, pero también a nivel social. No solo los individuos tienen memoria, también los colectivos. Y si los pueblos tienen memoria, entonces hay en ella un sentido político.

Paul Ricoeur (2008) en un denodado esfuerzo por llevar adelante una fenomenología de la memoria, distingue en ella dos manifestaciones. La memoria puede ser algo que acontece de un modo pasivo, un recuerdo que nos viene. O pude ser algo que “ejercemos” activamente, es decir, el objeto de una búsqueda. Podemos recordar espontáneamente o hacer memoria, como una acción deliberada y voluntaria. En este último sentido la memoria tiene una dimensión pragmática. La memoria es un “hacer” que se inscribe en el ámbito de la praxis.

Memoria colectiva, pragmática de la memoria, dan lugar a la posibilidad de la memoria como programa, en el sentido de “políticas de la memoria”. Hay políticas de la memoria porque el uso y el abuso ponen en juego un “habernos” como comunidad histórica con nuestro pasado en vistas a un proyecto de futuro. ¿cómo nos vinculamos con nuestro pasado? ¿qué hacemos con nuestra memoria? El vínculo con nuestro pasado resulta decisivo para constituirnos como una Nación. En este sentido, la memoria pasa a ser un eje fundamental en la experiencia de nuestra temporalidad y en la constitución de nuestra identidad narrativa.

Nadie pone en duda, a esta altura de los tiempos, que la Argentina ha desarrollado claramente políticas de la memoria, como un eje central en el rol del Estado. En realidad, siempre las hubo, ya sean explícitas o implícitas, pero estas políticas en el pasado han estado signadas por los abusos del olvido (indultos y amnistías), la mala mimética, la memoria impedida, o la melancolía. Finalizado el siglo veinte –siglo de la memoria, según Ricoeur- las políticas de la memoria se han materializado en acciones concretas y determinadas, que expresan con claridad una concepción dinámica de nuestro pasado, tanto el reciente como el fundacional : derogación de las leyes de obediencia debida y de punto final, reconversión de los centros clandestinos de detención en museos de la memoria, la Ley de Educación Nacional, la Ley de Medios, Celebraciones del Bicentenario, la redefinición de las conmemoraciones anuales y sus feriados (la Vuelta de Obligado es un emblema al respecto), los programas de promoción de arte por la memoria, entre otras.

Hay que decir que no todos los ciudadanos argentinos comparten estas políticas. Hay quienes observan un ánimo manipulador, que no se condice con la exigencia de recuperar el pasado desde la necesidad de la construcción de un relato de identidad común. Hay quienes promueven el olvido como política. Y un cancelatorio “mirar para adelante” sin retrovisor.

Más allá de la polémica, lo que hoy resulta necesario discutir, es ¿cuál es el vínculo hoy entre “Justicia” y “memoria” en esta Argentina que tenemos? ¿en qué medida estas políticas podrían inscribirse en línea que Ricoeur ha llamado “Políticas de la justa memoria”?

En los últimos años de vida, antes de su muerte en el año 2005, Ricoeur publica una obra monumental, en la que va a intentar hacerse cargo de esta cuestión, La Memoria, La Historia y el Olvido (2008). El planteo se desarrolla a partir de una “preocupación política”. El espectáculo generado por los excesos o abusos tanto de la memoria como del olvido, que han acontecido en el devenir del Siglo XX. La búsqueda de una “política de la justa memoria” es el horizonte ético que dinamiza la propuesta. Si bien la cuestión de la memoria ocupa una lugar muy claro entre las preocupaciones teóricas planteadas en los textos precedentes, no menos importante es la “cuestión práctica” que se abre a partir de la formulación de la categoría de “Justa memoria”. El contexto del planteo es lo que podríamos llamar los “juicios de la memoria”. Se trata de los juicios que se desplegaron durante el Siglo XX con motivo de los crímenes que entran dentro de la categoría de lo “injustificable” (Ricoeur: 2008, p. 600). Ricoeur cita como ejemplo los juicios de Núremberg, Tokio, Buenos Aires, Paris, Lyon y Burdeos. Lo común de ellos es que han generado una legislación espacial en materia de derecho internacional, que los define como “crímenes contra la humanidad”.

Pero ¿qué son las “políticas de la justa memoria”? Simplificando las cosas podríamos decir que es el esfuerzo de una memoria colectiva cuya pragmática se construye laboriosamente (en cuanto compromete la noción psicoanalítica de “trabajo”) y que tiene antecedentes en el concepto del virtud como “justo medio” aristotélico. Se trata de una suerte de virtud de la memoria que equidista, entre un exceso y una carencia, entre el abuso de la memoria y el abuso del olvido.

¿Cuál es la línea que separa el uso del abuso en el plano del deber de memoria? ¿Cuándo el deber de memoria resulta un camino para el logro de una memoria feliz o el precipicio de una memoria cautiva y abusiva? En este punto Ricoeur va a introducir una idea que creemos central en el planteo. Se trata de la idea de Justicia. “Es la justicia –dice- … la que transforma la memoria en proyecto” (Ricoeur: 2008, p. 119). Proyecto de justicia que resignifica la memoria transformándola en futuro y en imperativo, que transmuta la memoria en esperanza.

Para recuperar las cuestiones planteadas al comienzo, nos preguntamos ¿en qué medida las políticas de la memoria seguidas hasta ahora por el Estado Argentino se inscriben en un horizonte de justicia? ¿En qué medida hemos logrado una feliz articulación entre memoria y justicia? Más allá de los abusos, que siempre los hay –impedimentos patológicos, manipulaciones ideológicas y obligaciones pasionales- y de los usos, no siempre vigentes –olvidos compulsivos, relatos selectivos, amnistías- las políticas de la memoria han seguido un camino sinuoso entre la intencionalidad de una justa memoria y la memoria abusiva por defecto, una búsqueda irresuelta, cuyo horizonte último no es otro que el de una memoria feliz, y que a tientas va andando su camino. De eso se trata en definitiva. Del logro de una vida sosegada en base al trabajo del duelo y al trabajo de la memoria.

Memoria justa es recordar a otro distinto de sí, es hacerse cargo de una deuda generacional, es hacer justicia a las víctimas. Si las políticas vigentes logran esas metas, estamos en un camino que al menos promete dejar atrás el trago amargo de un pasado irresuelto.

1. Borges, Jorge Luis (1974), Obras Completas, Buenos Aires, Argentina: Emecé.

2. Ricoeur, Paul (2006). Caminos del reconocimiento, Tres estudios. México D. F., México: Fondo de Cultura Económica, Trad. del Francés Agustín Neira.

3. Ricoeur, Paul (2006). Sí mismo como otro. México D. F., México: Siglo XXI editores, Trad. del Francés Agustín Neira.

4. Ricoeur, Paul (2008). La memoria, la historia y el olvido. México D. F., México: Fondo de Cultura Económica, Trad. del Francés Agustín Neira.


martes, 8 de marzo de 2011

LO QUE ELLAS TRAJERON: SABIDURÍA Y DESEO

En el Día Internacional de la mujer

La cultura occidental nos ha marcado a fuego con un latigazo descarnado: Dios -según relata el Génesis- hizo un mundo sin mujeres. El mundo adánico era solo de varones; lo de Eva fue un accidente posterior. Porque, según parece, el advenimiento del género femenino no estaba en ningún plan, fue la irrupción de lo imprevisible, un viraje repentino en el timón, que merece ser pensado. Desde una lógica masculina y guacha, ese arrojo imprevisto es la evidencia de la secundariedad del género. El mundo era para los hombres, solo que “no es bueno que el hombre esté solo”, según reza el texto bíblico. Y, por lo tanto, para mitigar la soledad masculina, desembarcó un contingente de “Evas” que venían nada más que a estar entre nosotros, a darnos compañía en este universo desolado y gris. En esa dirección ha pensado la humanidad desde siempre y desde esa perspectiva se ha domesticado el género.
Prefiero ensayar un pensamiento en otra dirección. Prefiero pensar que ese giro de timón fue precipitado por un urgencia acuciante, algo se había ido de las manos. El plan de la creación venía con un imponderable y estaba a punto de colapsar. El mundo en manos de los hombres iba camino a la destrucción, a la locura, al sin sentido. Entonces el Creador tuvo su idea más brillante. Había que enviar a alguien al rescate de su obra malograda. Y ese alguien se llamaba Eva. Ella vendría a salvar el mundo. ¿A salvarlo de qué? De los excesos de la lógica perversa que los hombres habíamos impuesto sobre las cosas. Tenía que ser la mujer, el mundo necesitaba de un pensamiento distinto, flexible, laxo, parcializado, erótico, glamoroso. Y con la mujer llegó el Deseo. Y con el Deseo, el mundo se hizo fiesta, esa gran fiesta de encuentros y desencuentros, de amor y de pasión, de sueño y desvelo.
Desde entonces las cosas tomaron un rumbo inesperado, porque las mujeres esparcieron su gracia por el mundo y la faz de la tierra había cambiado para siempre.
Lo asombroso, lo increíblemente mágico, es que aquella Eva venía de la propia materia viva del Adan. Había sido hecha de una fracción de sus huesos, de una costilla, si hemos de seguir el texto bíblico que -aunque discutido por algunos- alguna razón parece tener. Esta circunstancia nos hizo pensar a muchos “Adanes” que esta extraña criatura era una segregación de los hombres, un desprendimiento del tórax; nada más que eso, un apéndice que no acierta a ser por sí mismo.
Sin embargo, también podemos interpretar ese origen desde otro punto de vista. La mujer provenía de una costilla, porque la costilla es el hueso que protege el corazón, porque la mujer traía al mundo una nueva ética, menos cerebral, una “ética del cuidado” -como lo hace ver Carol Gilligan-, una nueva percepción de las cosas, una modalidad relacional orientada a la comprensión de quien padece. Desde ese entonces la vida en esta tierra tiene otro sentido; mejor dicho, la vida en esta tierra tiene desde entonces un sentido, que en algún momento del reinado masculino lo perdió.
Y entonces el mundo ha comenzado a ser ancho y ajeno, porque los hombres habíamos dejado de ser los “dueños”. Claro que durante algún tiempo creímos seguirlo siendo, pero ellas estaban ahí, sembraban y cosechaban desde el silencio; y, con toda discreción, se enseñoreaban de la tierra y, nosotros, con toda ingenuidad, nos beneficiábamos de ese señorío. Cuando nos dimos cuenta, ya era tarde, estaban en todos lados, especialmente dentro nuestro. Incapaces de renunciar a nuestra condición de Amos y Señores del Reino, empezamos a inventar historias, relatos, que las ponían fuera de nuestro juego. Y ellas se dejaban narrar, se prendían de esas historias, porque sabían que eran sólo eso: historias, mitología de machos destronados. Y demostraron mayor sagacidad, porque, aun siguiendo nuestro juego, sabían que ganaban. Siempre ganaban.
Con el tiempo, no sólo han demostrado ser más inteligentes, también han demostrado que traían consigo una sabiduría primordial, encabalgada en el latido mismo de la vida. Nos han dado la belleza del mundo, el erotismo, el sentido de vivir, la recomposición de nuestro cuerpo fragmentado, las variaciones del amor. Finalmente parece ser que les debemos mucho y que valió la pena perder una costilla.
El de los hombres era un mundo de abstracción y monotonía. Las mujeres han traído lo mejor. Lo que llevan puesto y lo que ponen en su llevar.