martes, 20 de julio de 2021

Por otras huellas, Dalmiro. Poesía y folklore en las tardes amarillas (fragmento)

 

Siento que soy en mi tierra


Muchas veces me pregunto, cuando vuelvo a las imágenes de aquel Romancero memorable, si las tardes amarillas de Dalmiro Coronel Lugones han sido solo una feliz alegoría de las tardes santiagueñas, o si las tardes en Santiago se han vuelto un efecto cromático del Romance, una invención inesperada, la incidencia impredecible de la posición de un color. En este misterioso juego de espejos que se copian las miradas, ¿el poema es metáfora de la tarde o la tarde del poema? ¿Qué trama es esta de palabras, de soles y de tiempo? El color amarillento que destilan aquellos versos, ¿ha teñido de este a oeste y para siempre, la piel languidecida del sol meridional?

Está grabado en nuestras retinas. Las tardes en Santiago se desgranan de amarillo. 

Apenas empezado el siglo veinte, en la ciudad de La Banda, el 6 de julio de 1919, nace un santiagueño que diera para siempre el color a las tardes de esta tierra. Se llama Dalmiro: “Aquel que es ilustre por su nobleza”, según cierta onomástica popular. Dalmiro Coronel Lugones, un bandeño consagrado poeta por la devoción telúrica de su pueblo nativo, por los artistas folklóricos que le pusieran música a sus versos, por las escuelas, por los certámenes literarios siempre ganados, por el paisaje que se vuelve malambo octosilábico y suele venirse vidala de verso menor en los ocasos.

Hijo de don José Pio Coronel Lugones –de quien se dice fuera descendiente del héroe de la Independencia, coronel Lorenzo Lugones– [1] y de doña Anselma Coronel, Dalmiro, el mayor de ocho hermanos, ha sido un talento precoz que a los nueve años habría compuesto una prosa dedicada a su madre y a los once años ya escribía poesías, según testimonio de sus hermanos.

No conozco a nadie que le quepa mejor el epíteto de “poeta laureado”. Incontables y eternos, los laureles: Premios y distinciones a granel y el reconocimiento en vida de su gente, aclamado en el mundo del folklore por sus poemas musicalizados.

Según una semblanza de La Banda Diario, de fecha 10 de agosto de 2011, “fue laureado en más de veinte certámenes poéticos realizados en el país” y “han quedado cerca de 450 obras inéditas”. Según algunos testimonios, como el del Señor Omar Estanciero, quien investiga las biografías de los folkloristas santiagueños, Dalmiro Coronel Lugones habría recibido treinta y dos premios en concursos literarios. Más allá de la cantidad, que en cualquier caso es abrumadora, ha recibido, entre otros, el primer premio del diario "Clarín" en 1960, por el poema “Romance del canto nativo”; Primer Premio de la Agrupación Argentina de Poetas, Capital Federal, en 1966, por “Romance de mis tardes amarillas”; en 1969 le adjudicaron el Primer Premio en el tercer certamen para guiones del norte, organizado por el departamento de audiovisuales del Consejo de Difusión Cultural de Tucumán, por su libreto cinematográfico para cortometraje titulado "La Leyenda del Crespín", en colaboración con Ricardo Dell'Aringa. Además ha sido condecorado en 1953 por el Gobierno de España, con la Cuz de Caballero de la Orden de Isabel la Católica, por su obra de acercamiento cultural hispano-argentino. Sea cual fuere el número, es evidente que han sido fuera de lo común, los galardones recibidos.

Llama, sin embargo, la atención los silencios que atraviesan la biografía y la obra de Dalmiro Coronel Lugones. Digo silencios, no digo olvidos. Los olvidos han sido piadosos con este hombre. Se lo recuerda siempre. En el folklore, sobre todo, por la popularidad de sus canciones, un nonbre consagrado en la memoria identitaria del pueblo santiagueño. Tiene su lugar de privilegio en la galería de los próceres de nuestra tradicion. Calles, escuelas, bibliotecas e instituciones de la cultura llevan su nombre, memoria obligada de su sombra inmortal y al mismo tiempo escurridiza. Por eso insisto en que su recuerdo es un prodigio de laureles. De lo que hablo es de un silencio crítico y biográfico. La crítica literaria todavía no acusa recibo del envío de esta obra y ningún biógrafo se ha dado a histórizar una vida que promete un derrotero de giros y de intrigas. No hay un solo estudio dedicado a su obra, y en los estudios críticos generales, tanto de la literatura santiagueña como de la literatura del Noroeste, ni siquiera se lo nombra, aunque hay que reconocer su inclusión en algunas antologías, especialmente por parte de Alfonso Nassif en su Antología de poetas Santiagueños. Es verdad que la escasez de los estudios críticos es una característica de las literaturas de provincia, pero no es menos evidente que en Santiago ha prevalecido la predilección por los autores de La Brasa, cuyas poesías se desplazan en las aguas de una estética menos popular, alejadas de la tradición oral y del estilo romancero. Todas las notas biográficas que he encontrado hasta ahora reproducen, en más o en menos, la reseña de solapa que hay en sus libros, sin casi agregar una sola línea. Nadie hasta ahora se ha tomado en serio la tarea de hacer hablar a esos silencios de alto voltaje que enmudecen la figura de Dalmiro. En esos silencios hay una velada enunciación que pide ser interpretada. ¿Qué razones llevarían a guardar en baúles de silencio una obra consagrada por el pueblo santiagueño? ¿Por qué motivos la crítica y el campo académico han decretado su mudez sobre una voz que no deja de hablar en la poesía? ¿Cuales son los prejuicios y las sospechas que alientan ese silencio?

Tal vez podamos reconocer algunos. Perturbadores, unos; maliciosos, otros; hay una constelación de escrúpulos y de sospechas que inquietan a la crítica y a la elite de lectores. Podemos en todo caso conjeturarlo.

Propongo tres conjeturas.

Prejuicios frente al folklore. La poesía de culto se muestra en ocasiones renuente a habitar en la vecindad de las zambas y chacareras, por el temor a ser sorprendida en territorio inculto y bárbaro, porque pierde la distinción y la nobleza de clase, con la que se autopercibe.

Prejuicios frente una vida bohemia y libre. Las formas, costumbres y elecciones de vida alejadas de las convenciones urbanas y sociales, no siempre son bien recibidas en una sociedad tradicionalista y conservadora. A Dalmiro se lo rescata como un guardián de la santiagueñidad y de la tradición, a la vez que hay un juicio en reserva sobre una vida personal que rompe los códigos conservadores. Intimidades de su vida privada se han vuelto un secreto a voces, que al mismo tiempo nadie está dispuesto a reconocer públicamente, por no menoscabar una imagen ilustre, ni legitimar prácticas que van en sentido contrario a la moral burguesa de provincia. Es este el sentido de la ausencia de su nombre en toda lista de “notables”. Lo cierto es que el reconocimiento de la sociedad santiagueña se ha mostrado siempre ambivalente, celebrando, por un lado, su impronta como baluarte de tradición y, por otro lado, ocultando la divulgación de su vida personal, incluso, el conocimiento de las circunstancias de su muerte, sobre la cual se cierne un mutismo de cripta.

Sospechas frente a una produccion de frontera. Demasiada erudición para ser folklore, demasiado folklore para ser literatura; sospechas también sobre las formas poéticas (el octosílabo, las cuertetas de rima asonantada al estilo de las coplas), demasiado rígidas para una época cuya tendencia ha sido rupturista, especialmente la estética de vanguardia que se había alimentado en círculos como los de La Brasa. 

            Como Cristóforo Juarez, como Felipe Rojas, el bandeño es una de las muchas voces de un movimiento que arraiga con firmeza en la cultura popular, sobre todo del interior. Una obra que transita la región difusa, adonde se entrecruzan y se confunden la poesía y el folklore. Con demasiadas resonancias de guitarra y bombo, vahos irrespirables a vino trasnochado y palmas al ritmo de la chacarera, lo que despierta las sospechas y el recelo de la crítica académica más purista. No obstante, Dalmiro sigue abriéndose paso entre las zambas y baladas que reproducen sus poemas, en los recitados, en la memoria de los cultores de la poesía santiagueña.


L, C. 



[1] Aunque que esta descendencia sea dudosa, no deja de ser una referencia de valor interpretativo para su obra poética –con independencia de la fidelidad del dato– en la medida en que el propio autor autoadscribe a este linaje en sus versos.

jueves, 8 de julio de 2021

Luis Alex, poeta de Chilecito, in memoriam

 

Nunca nos hemos visto personalmente. No conozco tu presencia, ni tu voz sin mediaciones, ni la calidez de tu cercanía. Nos presentamos por teléfono, algo frecuente en estos tiempos de nichos y distancias. Me llamaste para que coordináramos un evento poético y hablamos una hora. Coincidimos en nuestras opciones estético literarias. El abuso del teléfono se vio aminorado por la calidez de tu charla. Después nos encontramos en una grabación remota de un conversatorio. Me mandaste por teléfono algunos poemas extraordinarios y agradeciste una nota mía sobre un tema que era un interés en común. Quedamos en que cuando pasaran estos tiempos íbamos a buscar ocasión de reunirnos y celebrar con alguna copa. Esa promesa no llegará al menos en esta tierra porque vos, Luis Alex, poeta afincado en Chilecito, has fallecido hoy, según un mensaje que me llega. Me desencuentro con las palabras. Respiro hondo y escribo.

Luis, esperame en algún lugar perdido entre los sueños. No sé cuánto voy a tardar, pero tené listas las copas porque llego, tarde o temprano llego al corazón de esa metáfora innombrable.





Canción del fusil de pajaritos que dispara al nacer

Luis Alex (1957-2021)




viernes, 28 de mayo de 2021

Todos los cuentos el fuego. Carlos Manuel Fernández Loza y la llama del narrador




Fue una especie de lobo solitario. Un creador en el silencio y en la medialuz de una soledad de escasas cercanías.

Reacio a los cenáculos, agrupaciones, academias y formas gregarias de tramitar la literatura, Carlos Manuel Fernández Loza se hizo solo entre miasmas autodidactas; como lector, primero, refinado y voraz lector; como escritor, después –-si se puede hablar de un “después” –, un escritor casi sin parangón en estas latitudes.

Perteneció a una generación de narradores de estirpe que alcanzó su madurez alrededor de los 80, entre los que encontramos a Dante Fiorentino, Alberto Alba, Raúl Lima, Julio Carreras, entre otros. Todos cultivaban el cuento como género supremo y lo han llevado a intensidades desconocidas en nuestra literatura del Noroeste.

Lo vi por última vez en el año 2005. Nos cruzamos en la calle. Nos saludamos y nos demoramos en una charla. Me dijo que se iba para el viejo bar Los cabezones para darse un momento de recogimiento y de goce. Me dijo que estaba por publicar un libro de ensayos. Me dijo que lo iba a titular simplemente “Ensayos” y, ante mi mirada desorientada, me dijo con la cara llena de luces: “¡Essais!... ¡como Montaigne!” y me cayó entonces la ficha de la sutileza prodigada. Entiendo que es el libro de publicación póstuma “Ensayos sobre literatura y cultura” del año 2006.

Si hubiese sabido que era la última vez que lo veía, me iba con él a sacarle una de aquellas charlas imperdibles que acostumbraba a dar en una mesa de café. Pero no. Yo no podía saberlo y él se fue sin despedidas y me dejó su voz inconfundible, empotrada en algunos libros que laten en mi biblioteca.

No fuimos amigos. No es la palabra capaz de definir ese vínculo. Fuimos dos presencias solitarias que se observan en la distancia y, desde esa distancia, me enseñó –y me sigue enseñando– muchísimo más que si hubiese estado siempre cerca.

Su pluma es la más exquisita de los últimos tiempos y todavía no se han revelado muchas de sus claves.

Carlos Manuel Fernandez Loza ha transitado con destreza por casi todos los géneros, pero sobre todo es un narrador, un encendido narrador. La cadencia del relato es el agua en que se mueve como con sus mejores artes.

Sus cuentos son la combinación equilibrada entre lo cotidiano y lo extraordinario, lo cándido y lo truculento, lo regional y lo universal. Son las historias que les ocurren a nuestros vecinos o a nuestros parientes en el propio zaguán de nuestra casa. Pero esas historias casi cotidianas, se re-narranan con un estilo exquisito que combina el habla coloquial con giros inesperados de la mejor poética y una erudición fresca, limpia de toda ostentación gratuita. El deslumbre de su pluma acaso no esté en las historias mismas, sino en el abordaje narrativo, en el modo sutil de narrarlas, en la arquitectura de los textos. Dueño de una exquisita prosa de largo y sostenido aliento, escribía con un fraseo jadeante, torrencial, cargado de tonos y de luces, impredecible, voluptuoso.

Escribió poco, es cierto. O no. ¿Cuál es la “medida” de un escritor en los márgenes? Escribió lo suficiente, en todo caso. Alcanza para posicionarlo como uno de los mejores narradores de la literatura del Noroeste.

Al cabo de un puñado de cuentos publicados en diarios y revistas, se estrena con un libro que conjuga el imaginario popular santiagueño, con sagas universales que desbordan cualquier delimitación geográfica. Hablo del libro de los cuentos Para el fuego de 1987, título que evoca la leyenda de la Telesita, Telesfora Castillo. No aquella Telesita que todos conocemos y que celebra tanta chacarera, sino una Telesfora otra y a la vez la misma, tras una metamorfosis estética y social; alguien que sale de las profundidades de nuestra propia ruina, que tiene la voracidad del fuego y el resplandor de la noche, el ardor del deseo colgado en “la manga mota” y la voluptuosidad del crimen. Despojada del ropaje mítico con que la tradición oral la ha investido, se inscribe en los trazos de una mujer moderna, glamorosa, urbana, transgresora, mortal, erotizada. Hay una traspolación simbólica muy fuerte en esta operación sobre el mito, que vamos a ver repetirse en otros textos.

El libro se publica en una versión muy artesanal en el año 1987. Aparentemente habría una edición anterior con el nombre de “A ver pasar el tren”, en el año 1983, pero ese rastro es casi inescrutable.

En 1991 publica una miscelánea con el nombre de De libros y melancolía.

Diez años después de Para el fuego, aparece Casas enterradas, en 1997, monumental novela que lleva a sus últimas consecuencias el refinamiento de su prosa a la vez que conjuga una experimentación no menos audaz que rigurosamente calculada, sobre la expedición de Diego de Rojas o “primera entrada” española en la región del Tucma.

Se publicaron además dos libros póstumos Ensayos de literatura y cultura en el 2006 y El lugar y la hora en 2012.

En esta página me interesa especialmente hablar de sus cuentos, sobre todo de los reunidos en Para el fuego, libro que merece ser revisado bajo una nueva luz al cabo de más de tres décadas. ¿Por qué sus cuentos? Porque han sido su laboratorio, la sala de pruebas adonde pondría en marcha buena parte de sus procedimientos innovadores. En ellos ha sabido generar un modo de narrar único, exhuberante, diferente a cualquier otro proyecto narrativo de la región. En este libro ya está prefigurado con todas las letras el autor de Casas enterradas.

¿Qué hay en los cuentos de Carlos Manuel Fernandez Loza, que lo distinguen de los narradores de su generación y de las anteriores en esta tierra?

En primer lugar, lo que hay es estilo, una impronta inconfundible grabada a fuego en cada página. Con un claro aire de Onetti, pero también de Borges. De Borges, pero también de Faulkner. De Faulkner, pero también de Joyce. De Yourcenar y de Beckett. Pero también de Rulfo y los clásicos, ¡cómo no!, infaltables los clásicos y más, mucho más; en su prosa se agolpan nombres y tradiciones muy diversas en un arco que se abre como un horizonte inagotable de la cultura universal.

En segundo lugar, uno de los secretos de su escritura es que hay una puesta en intriga sin relato. Carlos Manuel “pone” entre palabras una historia sin narrar. Lo narrado no está en “la palabra”, sino que se desliza “entre la palabra”. No hay relato en sentido explícito. El relato es en el mejor de los casos una hipótesis de punto final. Un hallazgo trabajoso, un devenir posterior, un después que nunca se consuma, un constructo final que el lector deberá recuperar en una aventura hermenéutica. Como las imágenes de una manta incompleta del telar, se va tejiendo punto a punto entre voces de monólogos y diálogos, coros, epitafios y ecos de ultratumba. El elemento clave aquí es la función narrativa de la voz. El relato se construye con ecos, murmullos, gritos y silencios, aun cuando se esconda en la tercera persona del narrador. La voz como función narrativa no es solo lo que sigue al guion de diálogo. Es la inscripción de lo dicho, el anclaje de las hablas, la subjetivación entrecortada del discurso. Es en este sentido que los cuentos de Para el fuego están hechos de voces.

En tercer lugar su escritura es lacunar, fragmentaria, incompleta. Siempre el guiño, el acertijo, las incógnitas y lagunas, siempre una carta robada, siempre la provocación a la inteligencia del interprete, siempre la invitación a poner el nombre y la acción del nombre, el verbo ausente; la invitación a reconocer el suceso y su víspera, a des-cubrir una sombra que se escurre.

Nombres, incidencias, fechas y lugares que nunca se dicen, los cuentos de Carlos Manuel llevan hasta las últimas consecuencias la doctrina Iceberg de Hemingway: el relato se funda sobre lo latente; lo manifiesto se reduce a una expresión casi irrelevante. Su tempano es un elefante con tan solo una uña por afuera de la superficie. Por eso sus textos no cierran, nos dejan llenos de preguntas, de dudas, de sospechas, de incertidumbres.

Leer los cuentos de Carlos Manuel es sentarse en una mesa de trabajo, es poner la vista en alerta para reconocer señales, no bajar la guardia y buscar el hilo invisible que zurce por detrás de las palabras.

Para el fuego reúne catorce cuentos que podemos reconocer en tres grupos de relatos: Históricos, míticos y urbanos. Fue uno de los primeros escritores en hacer una narrativa urbana, cuando en Santiago el canon de entonces mandaba hacer literatura de una tierra impenetrable.

En el primer grupo encontramos temas irresueltos de la historia de Santiago y del país: La muerte del cabo Paz, la batalla del Pozo de Vargas, las noticias de la guerra de las Malvinas mezcladas con las guerras fratricidas del siglo XIX, el crimen y la sepultura por parte de miembros de una organización, un cuento sobre las oscuras peripecias del cadáver sustraído de Eva Perón, presentado de manera elíptica y confusa.

Los sucesos históricos están aludidos sin nombres ni referencias espacio-temporales, o en la oscuridad de una metáfora críptica. Los nombres propios son deliberadas omisiones. Aparecen solo para asumir una función específica al interior del relato. Sería el caso de “Rosario, Francisca, Malila, Dorotea”, en donde justamente el título juega el exceso como un recurso. O también el de “Vargas”, cuyo nombre evoca a la batalla homónima. De lo contrario, son espacios en blanco, lugares de conjetura.

En el grupo de los míticos encontramos el que da nombre al libro, que re-narra en clave urbana la leyenda de la Telesita y “Oscuridad de los pájaros” que lleva adelante una operación similar con la leyenda del Kakuy.

Y, por último, están los cuentos de temas estrictamente urbanos como “Vida de sapo” o “A ver pasar el tren”, en los que nos damos con semblanzas de seres pintorescos, extraños, lejanos y cercanos a la vez, fugaces, vecinales, entre-caseros, que se muestran en el vertiginoso instante de luz de un destino trágico o absurdo.

Casi por fuera de la clasificación anterior, “Escribir un hombre” sería una historia que navega las fronteras difusas entre lo real y lo fantástico, en esa línea borgeana del soñador soñado o el escritor escrito, a la manera de las “Ruinas circulares”.

Para el fuego es un libro que no termina con la última página. Nos deja un colofón que remite a la obra póstuma El lugar y la hora del año 2012, lado oculto del mismo Iceberg.

Estamos en este caso ante un libro que combina once poemas y ocho cuentos, todos inéditos o publicados en revistas y diarios de la región. La compilación y ordenamiento de estas páginas perdidas ha estado a cargo de Olga Astudillo, su compañera de caminos.

Los cuentos que aquí salen a la luz son esfuerzos experimentales a los que ya nos tenía habituado en Para el fuego, en los que intenta reconstruir sentidos presentes en nuestras tradiciones regionales, pero también presentes en la historia universal. Su enunciación es la misma: indirecta, elusiva, fragmentaria, una trama que se teje con los hilvanes que pone el lector. Sus historias van y vienen en espacios y tiempos –físicos y simbólicos– , lugares y horas, tan próximos como distantes.

Un irresuelto conflicto en un obraje entretejido de creencias santiagueñas como San Esteban, El Carvallito, San Gil; el conjuro del azar para la salvación; el amor, siempre la melancolía del amor; un suicidio precipitado entre oficios de fecha patria; el trabajo de la memoria; las exequias de la historia.

Lo innovador se manifiesta –una vez más– en el uso del lenguaje, que conjuga giros de oralidad con cultismos y evocaciones literarias, en procedimientos de enunciación a través de voces anónimas como Coros y Madrigales, en el fraseo desmelenado, en saltos en los puntos de vistas, en la expresa omisión de datos y acciones que son esenciales a la construcción de la trama, para convocar al lector a una pesquisa interminable.

Alguna vez he escrito a propósito de El lugar y la hora que era un acto de justicia la publicación de aquellos inéditos. Que era un acto de amor, leerlos. Y que era un acto de fe escuchar sus templadas sonoridades. Hoy cierro estas páginas con palabras de Walter Benjamin que acaso le quepan mejor que a nadie: “el narrador es el hombre que permite que las suaves llamas de su narración consuman por completo la llama de su vida”.

Una vida Para el fuego.

L. C.

Nota publicada en Revista La Papa en el mes de Mayo de 2021