sábado, 13 de junio de 2020

Mientras escribo. Hechizos, fetiches y manías a la hora de escribir



Busco un artista que quiera pintar mi máquina de escribir. Como Sam Messer que pintó la Olympia de Paul Auster. No tengo una Olympia y no soy el autor de La ciudad de cristal, ni mucho menos. Soy apenas -y a mucha honra- un poeta menor de la antología, pero tengo mi maquina de escribir. En este caso es una Dell, una Dell Inspiron 1525. Claro, alguien va a decir que no es una maquina de escribir, que es una Laptop. Bueno, para mí ha sido siempre una máquina de escribir, un artefacto algo más moderno, algo mas sofisticado que la Olympia de Auster, pero una máquina al fin.
Busco un artista, un pintor para mi portátil.
La tengo hace doce años. Un regalo con mucho sacrificio de mi mujer y mis hijos, para mi cumpleaños del año 2008. En ella he escrito la totalidad de mi parca producción.
Y antes, ¿no escribía acaso? Sí, claro que si, escribo desde que puedo, pero la llegada de esa máquina ha producido un giro milagroso, que ha llevado mis textos olvidables al territorio del perdón. Con ella he pasado a la categoría de escritor “perdonable”, y eso en sí ya es un milagro.
Busco un artista, un pintor. Puede ser un fotógrafo, también.
He empezado a escribir en mi juventud en una Olivetti Lexicón 80, que era de mi viejo y la conservo todavía como una reliquia que sigue invitando a darle a sus teclas. Una enorme maquina de carro, que en esa época tenia una tipografía perfecta, impecable. No sé si conservo alguna página de aquel tipeado. Alguna debe andar por ahí.
Después he seguido con una Casio eléctrica, que me ha servido de muy poco, más que todo para notas y tediosos documentos, que no le interesan a nadie. Y después ya estábamos en la era de las PC de escritorio y el procesador de textos.
¿Y la lapicera?
Bueno, nunca he tenido una Mont Blanc como Bioy Casares, pero tampoco han faltado en mi escritorio las Bic negras o las Silvapen y en el mejor de los casos alguna Parker de regalo. La lapicera es el sistema alternativo que sale a la escena cuando todo se derrumba. Acompaña, nunca abandona y no necesita de encendido.
Pero quiero volver a la Dell. Desde el día que la he recibido, algo ha cambiado. Después de pensarlo mucho, creo saber lo que ha pasado con la llegada de esta compañera. Antes escribía textos infinitos, literalmente. Escritos que no tenían conclusión. Estaban en un largo proceso que se dilataba indefinidamente, a lo Kafka. Nunca, pero nunca llegaban a la versión final. Ya sé, ¡cómo no!, es una fatalidad generalizada en la literatura, la corrección infinita. Pero la condición inconclusa de los textos escritos en la era previa a esta máquina, no ha sido un problema de corrección. El problema ha sido más bien que no tenían cierre como textos. Eran en general proyectos con distintos niveles de avance, pero proyectos al fin, no cerraban. El milagro ha sido que, con la irrupción de la Dell, los textos empezaban a cerrar. Precaria y laboriosamente, pero cerraban. Viejos y desprolijos borradores, se volvían versiones finales para imprenta. Con erratas invisibles e interminables revisiones, pero cerraban. Desde entonces he escrito una decena de libros y he sentido algo parecido a la felicidad, pero distinto.
La materia, sin embargo, está expuesta al devenir y la corrupción. Al cabo de los años, la vieja Dell iba a empezar a mostrar sus fallas, el desgaste de sus fierros, la falta de irrigación digital, achaques propios de la edad. Entonces he tenido que comprar otra, porque había tareas que se volvían imposibles. Otra Dell, claro.
Pero no. Esta era distinta. La máquina sustituta -técnicamente muy superior, por lejos-, aunque parezca mentira, no producía los mismos efectos. Y cuando escribía me parecía retroceder en el tiempo. Y entonces, en el momento menos pensado, me descubría de nuevo escribiendo en la vieja máquina, que todavía estaba, ya con problemas serios de retraso, pero escribía, siempre escribía. Hasta que volví definitivamente a ella. El nuevo artefacto pasó a ser patrimonio de mis hijos, que supieron sacar provecho mejor que yo de su superioridad tecnológica. Yo seguía con la Dell. A muerte.
Una vez entraron a robar en casa. Se llevaron todos los objetos de cierto valor, que no eran muchos; entre ellos, aquella maquina fatigada, cuyo única cotización era testimonial e intrasferible. Me acuerdo que pasó algo curioso. En su huida en moto con el botín, al ladrón se le cayó la maquina por el camino. Y pude recuperarla. A ella le quedó una cicatriz para siempre, por el golpe, pero ha seguido funcionando. Aun tratando de conjurar todo pensamiento mágico, todo fetichismo, es inevitable pensar que ha sido ella misma la que se ha dejado voltear. Había en sus entrañas mucha literatura pendiente, y no ha querido dejarme en banda.
Con el tiempo llegarían otros dispositivos que iban a convivir con ella, ya que, por edad, cada vez eran menos los servicios que podía prestar. Pero siempre estaba ahí y, cuando las papas queman, había que prenderla y dejarla trabajar, para mejorar lo inmejorable.
Hasta que llegaría el día en que declinarían del todo sus circuitos. Un problema de encendido, que ya los técnicos no encontraban solución, ni la justificaban. Es un bien obsoleto. No tiene caso. Decían los expertos.
Tengo que reconocer que desde entonces prácticamente no he podido escribir. Después de deambular meses en una incorregible melancolía literaria, sucedería un milagro. Algún iluminado del Olimpo consiguió devolverle la vida. La vieja Dell encendió y sentí que yo mismo me encendía nuevamente.
Ahora siento la tranquilidad y el respaldo, de aquella vieja compañera.
Por supuesto, es como el anciano de la tribu. Solo voy hacia ella, cuando los otros caminos están cortados. Está muy delicada. Su fatigada memoria solo puede retener lo esencial y siempre con resguardo fuera de sí. Además, en su teclado no funciona la letra Ka. Nada menos que la letra Ka. ¿Cómo es posible escribir en la Argentina con un teclado que no tiene activa la letra Ka? Con las infaltables referencias a Kafka, que están incluso en esta nota, y con la significación simbólica de esta inicial en la cultura política de nuestro país. Bueno, con muchos rodeos le he encontrado la vuelta y entonces nunca faltan las Kas (con sus antis y sus ultras) en el orden ideologico-conceptual de los textos.
Los hechizos, fetiches y manías, resultan imprescindibles a la ahora de escribir. Ordenan, motivan y dan sentido, cuando la tarea empieza a perder sentido. En mi caso, he tenido una experiencia iluminada con esta máquina y hasta me animo a pensar que ha venido ya con una literatura preconcebida en su disco interno. La máquina traía consigo una obra que solo necesitaba eso que Foucault llama un nombre de autor. ¿Un milagro? Ponele.
Hay algo, sin embargo, que me preocupa. ¿Hasta cuando va a mantener el resto de vida que le queda? ¿Cuánto más voy a escribir en sus teclas gastadas? ¿Qué voy a hacer cuando se apague para siempre? ¿Será el fin de una obra? ¿El silencio, definitivo y total?
Solo puedo esperar que me acompañe un tiempo limitado. Ojalá pueda en ese tiempo aprovechar al máximo su hechizo, sacarle toda la letra que le queda adentro y después dejarme llevar por lo que tenga que venir. Así tenga que ser el silencio.



L. C. 

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