Busco un artista que quiera pintar mi
máquina de escribir. Como Sam
Messer que pintó la
Olympia de Paul Auster. No tengo una Olympia y no soy el autor de La
ciudad de cristal,
ni mucho menos. Soy apenas -y a mucha honra- un poeta menor de la
antología, pero tengo mi maquina de escribir. En este caso es una
Dell, una Dell Inspiron
1525. Claro, alguien va a decir que no es una maquina de escribir,
que es una Laptop. Bueno, para mí ha sido siempre una máquina de
escribir, un artefacto algo más moderno, algo mas sofisticado que la
Olympia de Auster, pero una máquina al fin.
Busco
un artista, un pintor para mi portátil.
La
tengo hace doce años. Un regalo con mucho sacrificio de mi mujer y
mis hijos, para mi cumpleaños del año 2008. En ella he escrito la
totalidad de mi parca producción.
Y antes, ¿no escribía acaso?
Sí, claro que si, escribo desde que puedo, pero la llegada de esa
máquina ha producido
un giro milagroso, que ha llevado mis textos olvidables al territorio
del perdón. Con ella he pasado a la categoría de escritor
“perdonable”, y eso en sí ya es un milagro.
Busco un
artista, un pintor.
Puede ser un fotógrafo, también.
He empezado a escribir en mi
juventud en una Olivetti Lexicón 80, que era de mi viejo y la
conservo todavía como una reliquia que sigue invitando a darle a sus
teclas. Una enorme maquina de carro, que en esa época tenia una
tipografía
perfecta, impecable. No sé si conservo alguna página de aquel
tipeado. Alguna debe andar por ahí.
Después he seguido con una
Casio eléctrica,
que me ha servido de muy poco, más que todo para notas y tediosos
documentos, que no le interesan a nadie. Y después
ya estábamos en la era de las PC de escritorio y el procesador de
textos.
¿Y la lapicera?
Bueno, nunca he tenido una
Mont Blanc como Bioy Casares, pero tampoco han faltado en mi
escritorio las Bic negras o las Silvapen y en el mejor de los casos
alguna Parker de regalo. La lapicera es el sistema alternativo que
sale a la escena cuando todo se derrumba. Acompaña, nunca abandona y
no necesita de encendido.
Pero quiero volver a la Dell.
Desde el día que la he recibido, algo ha cambiado. Después de
pensarlo mucho, creo saber lo que ha pasado con la llegada de esta
compañera. Antes escribía textos infinitos, literalmente. Escritos
que no tenían conclusión. Estaban en un largo proceso que se
dilataba indefinidamente, a lo Kafka. Nunca, pero nunca llegaban a la
versión final. Ya sé, ¡cómo no!, es una fatalidad generalizada en
la literatura, la corrección infinita. Pero la condición inconclusa
de los textos escritos
en la era previa a esta
máquina, no ha sido un
problema de corrección. El problema ha
sido más bien que no
tenían
cierre como textos. Eran en general proyectos con distintos niveles
de avance, pero proyectos al fin, no cerraban. El milagro ha sido
que, con la irrupción de la Dell, los textos empezaban a cerrar.
Precaria y laboriosamente, pero cerraban. Viejos y desprolijos
borradores, se volvían versiones finales para imprenta. Con erratas
invisibles e interminables revisiones, pero cerraban. Desde entonces
he escrito una decena de libros y he sentido algo parecido a la
felicidad, pero distinto.
La materia, sin embargo, está
expuesta al devenir y la corrupción. Al cabo de los años, la vieja
Dell iba a empezar a
mostrar sus fallas, el desgaste de sus fierros, la falta de
irrigación digital, achaques propios de la edad. Entonces he tenido
que comprar otra, porque había tareas que se volvían imposibles.
Otra Dell, claro.
Pero no. Esta era distinta. La
máquina sustituta -técnicamente muy superior, por lejos-, aunque
parezca mentira, no producía los mismos efectos. Y cuando escribía
me parecía retroceder
en el tiempo. Y entonces, en el momento menos pensado, me descubría
de nuevo escribiendo en la vieja máquina, que todavía estaba, ya
con problemas serios de retraso, pero escribía, siempre escribía.
Hasta que volví definitivamente a ella. El nuevo artefacto pasó a
ser patrimonio de mis hijos, que supieron sacar provecho mejor que yo
de su superioridad tecnológica. Yo
seguía con la Dell. A
muerte.
Una vez entraron a robar en
casa. Se llevaron todos los objetos de cierto valor, que no eran
muchos; entre ellos, aquella maquina fatigada, cuyo única
cotización era
testimonial e intrasferible. Me acuerdo que pasó algo curioso. En su
huida en moto con el botín, al ladrón se le cayó la maquina por el
camino. Y pude recuperarla. A ella le quedó una cicatriz para
siempre, por el golpe, pero ha seguido funcionando. Aun tratando de
conjurar todo pensamiento mágico, todo fetichismo, es inevitable
pensar que ha sido ella misma la que se ha dejado voltear. Había en
sus entrañas mucha literatura pendiente, y no ha querido dejarme en
banda.
Con el tiempo llegarían otros
dispositivos que iban a convivir con ella, ya que, por edad, cada vez
eran menos los servicios que podía
prestar. Pero siempre estaba ahí y, cuando las papas queman, había
que prenderla y dejarla trabajar, para mejorar lo inmejorable.
Hasta que llegaría el día en
que declinarían del todo sus circuitos. Un
problema de encendido, que ya los técnicos no encontraban solución,
ni la justificaban. Es un bien obsoleto. No tiene caso. Decían los
expertos.
Tengo que reconocer que desde
entonces prácticamente no he podido escribir. Después de deambular
meses en una incorregible melancolía literaria, sucedería un
milagro. Algún iluminado del Olimpo consiguió devolverle la vida.
La vieja Dell encendió y sentí que yo mismo me encendía
nuevamente.
Ahora siento la tranquilidad y
el respaldo, de aquella vieja compañera.
Por supuesto, es como el
anciano de la tribu. Solo voy hacia ella, cuando los otros caminos
están cortados. Está muy delicada. Su fatigada memoria solo puede
retener lo esencial y siempre con resguardo fuera de sí. Además, en
su teclado no funciona la letra Ka. Nada menos que la letra Ka. ¿Cómo
es posible escribir en la Argentina con un teclado que no tiene
activa la letra Ka? Con las infaltables referencias a Kafka, que
están incluso en esta nota, y con la significación simbólica de
esta inicial en la cultura política de nuestro país. Bueno, con
muchos rodeos le he encontrado la vuelta
y entonces nunca faltan
las Kas (con sus antis y sus ultras) en el orden
ideologico-conceptual de los textos.
Los hechizos, fetiches y
manías, resultan
imprescindibles a la
ahora de escribir. Ordenan, motivan y dan sentido, cuando la tarea
empieza a perder sentido. En mi caso, he tenido una experiencia
iluminada con esta máquina y hasta me animo a pensar que ha venido
ya con una literatura preconcebida en su disco interno. La máquina
traía consigo una obra que solo necesitaba eso que Foucault llama un
nombre de autor. ¿Un milagro? Ponele.
Hay algo, sin embargo, que me
preocupa. ¿Hasta cuando va a mantener el resto de vida que le queda?
¿Cuánto más voy a escribir en sus teclas gastadas? ¿Qué voy a
hacer cuando se apague para siempre? ¿Será el fin de una obra? ¿El
silencio, definitivo y total?
Solo puedo esperar que me
acompañe un tiempo limitado. Ojalá
pueda en ese tiempo
aprovechar al máximo su hechizo, sacarle toda la letra que le queda
adentro y después
dejarme llevar por lo que tenga que venir. Así tenga que ser el
silencio.
L. C.
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