lunes, 27 de julio de 2020

Gombrowicz y la cosa que se nombra





A raíz de haber escrito un texto sobre los días de Gombrowicz en Santiago, he tenido ocasión de contactarme con cierto círculo de lectores, traductores e intérpretes de Gombrowicz. Y a propósito digo Gombrowicz y no digo  la “obra de Gombrowicz”. Porque lo que se lee, traduce e interpreta es algo que excede una obra literaria y que a la vez no deja de ser literatura.


Me ha surgido, entonces, una pregunta. ¿Qué es Gombrowicz para nosotros, lectores, que intercambiamos claves de lectura, cribas de análisis y modos de construcción de significados? Mi pregunta no es por el hombre que fue Gombrowicz. No es una pregunta por un quién. Mi pregunta es por un qué. Dicho de otro modo, ¿qué cosa se nombra en estas hermenéuticas  cuando se dice la palabra Gombrowicz? O, para decirlo con los filósofos del lenguaje, ¿cuál es la referencia del signo lingüístico Gombrowicz, en los discursos de ciertos lectores de culto?

Empiezo por lo más fácil: decir lo que no es.
Gombrowicz, no es un “nombre de autor” a lo Foucault, cuando anuncia la muerte del autor y la instauración del nombre como etiqueta clasificatoria e interpretativa.
Gombrowicz tampoco es un ser en el mundo histórico-concreto del que haya que dar cuentas en un discurso histórico-biográfico.
Gombrowicz no es un corpus de obra.
Gombrowicz no es un diario.
Nada de esto es lo que nombramos cuando decimos Gombrowicz, pero al mismo, nada deja de serlo.
Vuelvo a mi pregunta, ¿qué es eso que llamamos Gombrowicz? ¿Qué cosa está nombrada por esa voz que desencaja la fonética de los hablantes hispanos?

Ensayo una hipótesis. Gombrowicz no es más que el nombre de un texto. Un único texto. Un texto unitario, abarcador, creciente, que se expande de manera ilimitada. Un texto fascinante, escandaloso y provocador  que ha seducido a lectores de generaciones y latitudes de lo más dispares. Un texto que se legitima como tal en su Diario, pero que lo desborda  por lejos, en una deriva por territorios inexplorados como Kronos y otros escritos casi desconocidos. Un texto abierto, que crece página tras página, que se enriquece de otros y que tiene la aptitud de sumar voces. Las voces que lo han rodeado, las que lo han sucedido, las que lo recuerdan y las que sin haberlo conocido lo interpelamos. Voces que, por consiguiente,  lo nutren en una dinámica permanente.

Siempre me ha llamado la atención que cuando se habla de Gombrowicz, no se habla -o se habla pocode una obra en especial. No ecomún el abordaje focalizado, el análisis de cada texto autónomo, desconectado de  referencias a una totalidad superior que organiza el sentido de las partes.
El análisis siempre desborda el texto. Siempre. Porque en realidad cada obra no es más que un enunciado que compone e integra un texto superior, del que es un significante. Siempre los textos juegan relación con “algo” que se llama Witold Gombrowicz, que está por encima y más allá de cualquier enunciación. 

Alguien se sentiría tentado de categorizar a esta cosa que llamamos Gombrowicz como un “mito”. No me gusta como categoría, al menos para este caso, y creo que no ayuda a pensar. Un mito se construye sobre la base de creencias y emociones colectivas. Un mito tiende a generar tensiones con lo que llamamos realidad.
La cosa que llamamos Gombrowicz es un texto casi evanescente, pero que tiene la solidez de lo real. Lo digo con Fernando Pessoa: “real, imposiblemente real, cierta, desconocidamente cierta”. Es un relato rigurosamente documentado. Cartas, papeles, diarios, testimonios orales, fotografías y memorias, dan cuentas de su “dureza” como realidad .
En el pliegue entre ficción y realidad, más del lado de la ficción, en ciertos momentos; documentado con rigor científico, en otros; entre las palabras y las cosas, Gombrowicz es un relato ordenador que integra el caos y la dispersión de una obra que excede las convenciones y cuya impronta es justamente el estallido de las formas. Un relato abierto, inacabado, inesencial, inmaduro. Un relato que a la vez nunca es el mismo y que siempre lleva las marcas de una identidad reconocible. Lo gombrowicziano existe,  pero a la vez es inasible. Es un texto que se narra y se re narra sin nunca encontrar la forma.

La cosa que llamamos Gombrowicz no es la biografía, ni la persona ni el personaje ni la obra.
La cosa que llamamos Gombrowicz es una estratificación de capas de sentido que se superponen, se entrecruzan, se bifurcan y se ladean, sin que ninguna llegase a ser fundante o esencial.
Texto -ni siquiera es necesario recordarlo- significa textura, tejido. Eso es Gombrowicz: un tejido, una urdimbre, un relato. El relato de algo que flota libre entre aguas que fluyen de uno a otro de sus libros.  
Y -ahora puedo verlo- es esa la fascinación que despierta en sus lectores, porque es un relato incompleto y abierto que invita a seguir la narración, a ser parte, a sumar una voz a un concierto disonante.  
Entonces, de nuevo la pregunta, ¿qué es esa cosa que llamamos Witold Gombrowicz?
Ahora sí, voy a darme el gusto al fin, voy a responder de manera categórica, insolente, gombrowicziana. Witold Gombrowicz es un invento de los argentinos. 
Un relato de los argentinos que ha dado vuelta el mundo y que ahora es de todos los lectores de la tierra.  


L. C. 

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