A raíz de
haber escrito un texto sobre los días de Gombrowicz en Santiago, he tenido
ocasión de contactarme con cierto círculo de
lectores, traductores e intérpretes de
Gombrowicz. Y a propósito digo Gombrowicz y no digo la “obra de
Gombrowicz”. Porque lo que se lee, traduce e
interpreta es algo que excede una obra literaria y que a la vez no deja de ser
literatura.
Me ha surgido, entonces, una pregunta. ¿Qué es Gombrowicz para nosotros, lectores, que intercambiamos claves
de lectura, cribas de análisis y modos de construcción
de significados? Mi pregunta no es por el hombre que fue Gombrowicz. No es una pregunta por
un quién. Mi pregunta es por un qué.
Dicho de otro modo, ¿qué cosa se nombra en estas hermenéuticas cuando se dice la palabra Gombrowicz? O, para decirlo con los filósofos del lenguaje, ¿cuál es
la referencia del signo lingüístico Gombrowicz,
en los discursos de ciertos lectores de culto?
Empiezo por lo más fácil: decir lo
que no es.
Gombrowicz, no es un “nombre de
autor” a lo Foucault, cuando anuncia la muerte del autor y la instauración del
nombre como etiqueta clasificatoria e interpretativa.
Gombrowicz tampoco es un ser en el
mundo histórico-concreto del que haya que dar cuentas en un discurso histórico-biográfico.
Gombrowicz no es un corpus de obra.
Gombrowicz no es un diario.
Nada de esto es lo que nombramos
cuando decimos Gombrowicz, pero al mismo, nada deja de serlo.
Vuelvo a mi pregunta, ¿qué es eso que llamamos Gombrowicz? ¿Qué cosa está nombrada por esa voz que desencaja la
fonética de los hablantes hispanos?
Ensayo una hipótesis. Gombrowicz no
es más que el nombre de un texto. Un único texto. Un
texto unitario, abarcador, creciente, que se
expande de manera ilimitada. Un texto fascinante,
escandaloso y provocador que ha seducido a lectores de generaciones y latitudes de lo más
dispares. Un texto que se legitima como tal en su Diario,
pero que lo desborda por lejos, en una deriva por territorios inexplorados como Kronos y otros escritos casi desconocidos.
Un texto abierto, que crece página tras página, que se enriquece de otros y que
tiene la aptitud de sumar voces. Las voces que lo han rodeado, las que lo han sucedido, las que lo recuerdan y las que sin
haberlo conocido lo interpelamos. Voces que, por consiguiente, lo nutren en una dinámica permanente.
Siempre me ha llamado la atención
que cuando se habla de Gombrowicz, no se habla -o se
habla poco- de una obra en especial. No es común el abordaje focalizado, el análisis de cada texto autónomo, desconectado de referencias a una totalidad superior que
organiza el sentido de las partes.
El análisis siempre desborda el texto. Siempre. Porque en realidad
cada obra no es más que un enunciado que compone e integra un texto superior,
del que es un significante. Siempre los textos juegan
relación con “algo” que se llama Witold
Gombrowicz, que está por encima y más allá de cualquier enunciación.
Alguien
se sentiría tentado de categorizar a esta cosa que llamamos Gombrowicz como un
“mito”. No me gusta como categoría, al menos para este caso, y creo que no
ayuda a pensar. Un mito se construye sobre la base de creencias y emociones
colectivas. Un mito tiende a generar tensiones con lo que llamamos realidad.
La cosa
que llamamos Gombrowicz es un texto casi evanescente, pero que tiene la solidez
de lo real. Lo digo con Fernando Pessoa: “real, imposiblemente
real, cierta, desconocidamente cierta”. Es un relato rigurosamente documentado. Cartas, papeles, diarios,
testimonios orales, fotografías y memorias, dan cuentas de su “dureza” como
realidad .
En el pliegue entre ficción y
realidad, más del lado de la ficción, en ciertos momentos; documentado con rigor científico, en otros; entre las
palabras y las cosas, Gombrowicz es un relato
ordenador que integra el caos y la dispersión de una obra que excede las
convenciones y cuya impronta es justamente el estallido de las formas. Un
relato abierto, inacabado, inesencial, inmaduro. Un relato que a la vez nunca es
el mismo y que siempre lleva las marcas de una identidad reconocible. Lo gombrowicziano existe, pero a la vez es inasible. Es un texto que se
narra y se re narra sin nunca encontrar la forma.
La cosa que llamamos Gombrowicz no es la biografía, ni la
persona ni el personaje ni la obra.
La cosa
que llamamos Gombrowicz es una estratificación de capas de sentido que
se superponen, se entrecruzan, se bifurcan y se ladean, sin
que ninguna llegase a ser fundante o esencial.
Texto -ni
siquiera es necesario recordarlo- significa textura, tejido. Eso es
Gombrowicz: un tejido, una urdimbre, un relato. El relato
de algo que flota libre entre aguas que fluyen de uno a otro de sus libros.
Y -ahora puedo verlo- es esa la
fascinación que despierta en sus lectores, porque es un relato incompleto y
abierto que invita a seguir la narración, a ser parte, a sumar una voz a un
concierto disonante.
Entonces, de
nuevo la pregunta, ¿qué es esa cosa que llamamos Witold Gombrowicz?
Ahora sí, voy a darme el gusto al fin, voy a
responder de manera categórica, insolente, gombrowicziana. Witold Gombrowicz es un invento
de los argentinos.
Un relato de los argentinos que ha dado vuelta el mundo y que ahora es de todos los lectores de la tierra.
L. C.
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