La primera vez que pasé por el Infiernillo, sentí que andaba en el medio
de un paisaje de otro planeta. Las visiones con que nos encontramos no son de
este mundo. Una luz entre ocre y naranja se derrama sobre las piedras, de
formas y texturas insurgentes. Cumbres y valles que se precipitan en caída. Cornisas
y balcones a la nada. Cardos de altura que “rascan” un cielo inalcanzable, de
una obscena transparencia. Ausencia de huellas humanas. Más que un paisaje que
encontramos al frente, es algo que sucede hacia adentro. Una visión de las
almas trashumantes.
Esa visión de almas trashumantes se vuelve relato en la novela de Pablo
Donzelli Pasar el infiernillo, que
recoge las alucinantes sugestiones de este rincón perdido del mundo.
Es una novela de búsqueda. En una alquimia impensable, conjuga elementos
existencialistas, surrealistas o de un realismo casi mágico, que se queda deliberadamente
en amague; también elementos de parodia y de literatura del absurdo.
Es la novela de un viaje. Un viaje de diez días hacia la espesura de los
Valles, emprendido por Camilo, hombre que ha sufrido una separación dolorosa de
la que nada se sabe. Un viaje de sentido purificatorio, con el que el personaje
intenta un rescate existencial. Eso es todo.
Desde el comienzo hasta el fin, el relato es puro movimiento; un
desplazamiento interminable que finaliza con una carrera grotesca al son de una
música triunfal de película de Hollywood. El desplazamiento se produce sin
ninguna referencia geográfica. Sin embargo, los espacios están descriptos con
rigor y detalle. Quienes conocemos Tucumán, adivinamos un itinerario desde el
centro de la ciudad hasta el otro lado del Infiernillo, pasando por el llano,
la selva, las cumbres y los valles. El título es portador del único toponímico que
encontramos en la novela. No hay un solo nombre de lugar, de calle ni de
pueblo. La ausencia de referencias geográficas vuelve oníricos los ambientes y
abre señales dinámicas para extrapolar el escenario hacia cualquier punto del
planeta.
Un viaje. No sabemos de dónde ni hacia dónde. Eso es todo.
¿Cuál es el significado de ese viaje? ¿Qué sentido tiene un viaje, cuando
se ignora, no solo el recorrido, sino, sobre todo, el origen y el destino?
Como todo texto narrativo, Pasar el
Infiernillo articula una constelación simbólica abierta, susceptible de
diversas interpretaciones.
Entre las muchas otras posibles, propongo dos miradas complementarias.
Por un lado, se trata de una Divina comedia invertida. Como Dante, Camilo
llevará adelante una travesía por el infierno. Digo que es una Divina comedia
invertida porque en lugar de un camino descendente -como la topografía del infierno
dantesco- nos descubrimos en un ascenso de los llanos a los cerros; es decir,
un infierno ascendente. La verticalidad del desplazamiento juega en dirección
inversa. Al infierno se baja, al Infiernillo se sube. En lugar de los nueve círculos,
el merodeo transcurre a lo largo de diez días. La compañía de un Virgilio, va a
ser reemplazada por múltiples “maestros-guías” que salen al paso en ese camino escabroso.
En lugar de ir hacia Beatriz como destino final del recorrido, Camilo vuelve de
ella, como el que huye del dolor. Huye de una Beatriz sin nombre, sin ningún
rasgo identitario, -ni siquiera sabemos si es una mujer-; una “ella” a secas
que puede ser cualquiera, causante de las marcas a fuego en su corazón y que,
una y otra vez lo asalta en el sueño de cada noche, para hacerle saber que aún
no ha pasado el “Infiernillo”.
“Los que entráis, dejad toda esperanza”, dice la comedia de Dante. “Aquí
los que vienen son los castigados”, le dice a Camilo un funcionario de ese
abismo vertical.
El Infiernillo infierna y nuestro viajero, igual que el florentino, es un
visitante que llega sin condena o, como los hombres de Kafka, sin saber de su
condena. Por eso dice “que yo sepa no me mandé ninguna” y “solo vine porque el
camino pasaba por acá”.
Camilo es un alma que no sabe de sí. Está llamada a ser aprendiz. Los
habitantes de este infierno han encontrado una sabiduría para tramitar su
desdicha y se la enseñan como claves secretas. Se trata de aprender sus
lecciones y devolverles con amor “El amor le salía a borbotones de su ser.
Hacia el viejo, a Luz, a los mellizos que no le quisieron pegar, a la señora
amable que le había convidado un guiso hasta con duraznos, al barrendero de la
tuerca, a los cuidadores del cielo y el infierno, a los de la Logia de
Corazones Rotos, a Adriano el trapecista, al vendedor de hierbas, a la familia
que estaba por hacerle una pieza al hijo, al árbol que le convidaba con su
sombra, a un perro que pasaba por ahí y al muchacho que le prestó el monociclo”.
Esta enumeración es la versión renovada de un Virgilio fragmentado y plural que
le enseña cómo pasar el Infiernillo. Hay un solo modo. El infiernillo se pasa
con amor.
Por otro lado, se trata de un viaje interior. Cuando una vida se descubre
despojada de aquel centro que le daba sentido, el viaje es la búsqueda de un
nuevo centro de irradiación. Se trata de una indagación en las profundidades
donde habita el sentido. El Infiernillo y los Valles son una gran metáfora de
la subjetividad humana, de sus repliegues y dobleces, de las peripecias del
duelo que trabajosamente tramita su resolución. Es el viaje por el territorio
del duelo, de la pérdida, de lo irreparable.
La novela está escrita en un lenguaje despojado, objetivo,
cinematográfico. No hay alusiones directas a estados interiores –con excepción
de referencias mínimas-, aunque sí logra la creación de un clima de angustia
onírica, mediante la puesta en intriga de situaciones de excepción al principio
de realidad. Se relatan escenas no aceptables en las convenciones que manda la
realidad, pero que se asimilan sin conflicto en la lectura, porque entran y
salen sin sobresaltos, como el viejo que aparece y desaparece en una silla,
como un fantasma.
Cruzar el infiernillo es una invitación a pensarnos en nuestras fragilidades y limitaciones, en nuestra condición de seres expuestos a las contingencias del tiempo, a lo irreversible, a la precariedad del humano acontecer, a la pérdida y a la elaboración de la pérdida. No es un relato de esparcimiento. Se trata de una historia interpelante, que nos moviliza hacia un territorio sin certezas. Es una lectura incómoda. Una lectura que nos devuelve a nuestras preguntas primordiales. Un viaje interior, un viaje escatológico, un viaje hacia ningún lugar. Como decía al comienzo, el Infiernillo es algo que sucede hacia adentro.
L. C.
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