¿Trescientos
hombres encolumnados entre montes y salitrales bajo la furia de un cielo incandescente?
Trescientos hombres, veintidós días de marcha. Había que refundar la promesa.
Había que abrir un nuevo destino para esas almas desesperadas.
Cae la
tarde. En el silencio del campo se oyen las voces apagadas de los últimos hombres
en la plaza del fortín. El Comandante mira la luz del ocaso a través de una
ventana. Medio uniforme, camiseta abotonada color marfil. En el cuarto de
campaña hay una bujía prendida, que vuelve amarrillos los tonos de las cosas. Una
india le alcanza un mate. Dulce y lavado, el mate, de tanto andar. El Comandante
piensa. Piensa en la historia que le ha contado el Padre Carmelo. Anoche. El
cura es un contador de historias. Como un artesano hilvana sus intrigas. El Comandante
escucha. El Comandante General de la Frontera registra cada palabra que le
cuentan. Sabe cuánto destino depende de su memoria.
El Padre
Carmelo solía decirle al Comandante. Ojo con las indias. Todas tienen sífilis. Por
la boca no, respondía el Comandante. El Padre reía.
Declina el atardecer en los campos Abipones. El Comandante piensa.
Las cosas han sucedido hace sesenta y tantos años. El Padre Carmelo se lo ha
contado. ¿A quién se le ocurre? Montes y salitrales son enemigos de los
hombres. Trescientas almas en caravana. Todos indios. Sólo tres blancos, el Padre
Dobrizhoffer, el Padre Sánchez y el Gobernador del Tucumán. Había que llegar.
Los indios iban en silencio. Los indios no hablan. El Padre Martín Dobrizhoffer
no conoce la lengua de los indios. El que habla con ellos es Padre Cristóbal,
que se ha quedado lejos. Igual. Lo indios le siguen. Los indios rezan. Piensan.
Ponen su vida en sus manos. Esos indios eran bravos, recuerda el comandante. Los
malones hacían estragos. A su paso arrasaban con todo, ranchos, animales y
cristianos, y vengaban a los traidores. ¿Cómo ha sido posible que depusieran tanta
crueldad derramada por el llano? ¿Cuánta promesa ha sido necesaria para tornar
en frágil mansedumbre el alma montaraz? El Padre Cristóbal les ha dicho. Soy el
camino, la verdad y la tierra. El calor inmemorial de la tierra, soy. ¿Podían
esos indios sangrientos creer en sus promesas? A lo mejor con el tiempo. Alba
por alba. Porque el Padre Cristóbal Almaraz se había aparecido en la frontera
sin pertrechos, sólo con su evangelio y sus ojos de cielo. Porque tenía una voz
de acuarela que pintaba de ternura sus palabras.
Porque se había entregado a que dispusieran de él, incluso hasta la muerte. Porque
les había tomado la palabra y porque se había dejado tomar por sus palabras.
Porque las ha puesto a rodar por el mundo, como el eco de un sueño
interminable.
El Comandante piensa. Veintidós días de marcha. Dos caciques,
cuarenta familias de indios. Por las costas del Salado. Desde concepción del
Bermejo.
El Comandante piensa. El padre Carmelo es hijo de una India.
De una india y del cura Almaraz, según malas lenguas. Apenas nacido, había sido
entregado a una familia de la ciudad, parientes del Comandante, para variar. El
Padre, que nunca ha sido su padre, le había contado la historia, repetidas
veces, cuando aún estaba en la Ciudad. Y el Padre Carmelo se la ha contado al Comandante.
Umbral del infierno, la frontera. La gritería y la sangre
mojan el salitre por todos los vientos. Las familias largamente aquerenciadas, han
perdido la paz hace ya mucho tiempo. Las hordas saquean los ranchos y después
los incendian. Las fuerzas oficiales no dan abasto. El comandante lo sabe. Es
parte de esa impotencia.
Una tarde de agosto el Padre Cristóbal Almaraz había sido
tomado prisionero. Recién llegado a esos horizontes. Venía del pozo, en una mula,
cargada con dos tinajas. De pronto escucha ruidos, ruidos en los quebrachales. No son las aves, no es el viento ni las
criaturas del bosque. Son ruidos humanos. Hombres invisibles. Están enterrados
en los intersticios del bosque. Como una lluvia salvaje, caen repentinamente de
los árboles. Le rodean, le chusean, y le amarran. Después lo llevan a sus taperas.
El cacique Alaykin se presenta ante el cautivo. Ordena que lo
aten de un árbol. ¿Matarlo? ¿Piensa matarlo? No ha de ser, por ahora. Es útil
tenerlo vivo, piensa el jefe. ¿Se equivoca de tenerlo con vida al enviado de una
civilización asesina?
Hay un indio joven que le lleva la comida y a veces le
acompaña. Varios meses prisionero, el cura. Duerme en el suelo y come frutos y
leche de cabra. El indio le habla. El Padre Cristóbal no le entiende. No le entiende,
pero escucha. Para los oídos. Se empeña en descifrar. En despejar voces al interior
de cada sonido que percute su atención. Se afana en percibir tonos, acentos,
modulaciones. ¿Se puede escuchar sin entender? se pregunta el Comandante. Se
puede escuchar sin entender, se responde el Comandante. Es dejar pendiente un sentido,
es postergar la comprensión que tarde o temprano va a llegar. Porque el cura
cautivo no comprende, pero examina, ausculta el espesor de voces que fluyen por
el aire. El indio le dice cosas, le
cuenta historias. El Padre Cristóbal encuentra familiares algunas voces
recurrentes. Las repite. Después observa la reacción del muchacho. Cuando abre
grandes los ojos, repite una vez más y el otro redobla la mirada. Al cabo de
dos meses el cura intercambia monosílabos con el indio. Pide agua, el indio le
trae agua. Pide abrigo y le trae un pellón
de oveja.
El comandante piensa. ¡Qué tipo el Almaraz este! Aprender a
hablar con los salvajes. Quien pudiera oírlo.
Llega a visitarlo otro indio. Cristóbal Almaraz le pregunta
por su amigo. Al escuchar aquellos sonidos en boca del cura, pega el grito. Corre
asustado a avisarle al jefe. El blanco se ha robado sus palabras. El hombre
blanco habla nuestra lengua. El cacique Alaykin pide que lo traigan hasta él. A
punta de lanza y con los miembros atados, el hombre es arrojado a sus pies. El
jefe pregunta, el cautivo responde. Dos palabras perspicuas son suficientes
para dar cuenta de su habla. El Cacique llama a uno de sus consejeros. Se
alejan y conversan. El Padre Cristóbal mira desde la distancia e intenta adivinar
en sus gestos el asunto. La conferencia se demora. Hay ademanes de desacuerdo. ¿Qué
cosa les inquieta tanto? ¿Les preocupa qué hacer con un cura que habla su
lengua, que escucha sus charlas, que tarde o temprano va a saber más de lo
conveniente? Después observa consentimiento en el movimiento de sus cabezas. Algo
sucede. Se vuelven hacia él. Algo sucede. Ahora habla el cacique. En adelante serás
un colaborador de la tribu, le dice. En
adelante serás parte de mi gobierno.
El Comandante piensa. El Padre Cristóbal Almaraz ha sido proclamado
lenguaraz de la tribu de concepción de Bermejo. Estos indios no tienen idea de
lo que han puesto en las manos de este hombre.
El Comandante piensa que un hombre piensa... Soy el lenguaraz
de la tribu, tengo en mis manos una secreta prerrogativa, traduzco e interpreto
ruegos y mandatos, plegarias, actas y declaraciones, reemplazar una palabra por
otra… ¿no es ejercer un acto político? ¿no es acaso torcer destino?... puedo
decir paz donde otros dicen violencia, puedo decir la palabra de Dios a donde
solo dicen el pecado y la muerte, uso este instrumento, el Señor lo ha puesto
en mis manos para gloria de su reino, el
jefe me lleva consigo donde va, soy el camino, soy verdad, y soy tierra, yo
hablo por los prisioneros blancos, por los jefes y por los clérigos que cruzan
sus huellas con estos hijos de la tierra, soy un puente sonoro entre las almas
bárbaras y el orden cristiano, el jefe me escucha, el jefe sabe que la razón y
el evangelio están de mi lado, no tiene más que allanarse a mi poder ¿le he
mentido alguna vez? nunca le he mentido, nunca, negocio las palabras, propongo
una nueva historia, por eso le he dicho: hay que fundar un pueblo para la
tribu, le he hablado de los libros del éxodo, le he dicho que, como Moisés, él
está llamado a guiar a su pueblo hacia una tierra de prosperidad, he recitado
de memoria aquellas lejanas palabras del Éxodo, deja este lugar y lleva al pueblo que sacaste de Egipto a la tierra que
les prometí a Abraham, a Isaac y a Jacob, yo les aseguré que esa tierra sería
para sus descendientes ¡es tan rica que siempre hay abundancia de alimentos!
enviaré a mi ángel para que te guíe, y echaré de allí a todos los pueblos que
no me obedecen, ¿era yo el ángel
enviado en este caso? Nadie lo sabe, pero he intentado ser el guía, le he dado
a saber que podían vivir como viven los cristianos, gozar de los favores y
holguras de los blancos, casas firmes, comida en abundancia, salud, instrucción,
inclusive, ocio y deleites, Alaykin me pregunta cómo, le digo que tenemos que
ir a la ciudad, tenemos que llegar al cabildo, hablar con el gobernador
Barreda, una audiencia, nos va a recibir, lo conozco, su política con los
indios ha cambiado, el Gobernador quiere colaborar, quiere la pacificación, comprendo
la historia de hostilidades que ha habido entre ustedes, pero sé también que está
dispuesto a olvidar, dar un nuevo rumbo a esta historia dolor y de muerte, es
ahora o nunca, Señor, Alaykin me escucha, piensa, demora sus palabras, teme
equivocarse, bueno, hay que pensarlo, me dice, no hablamos más, pasan los días,
algunos me dicen que el cacique no va a ir a la ciudad porque entre ellos y el
Gobierno ha corrido mucha sangre, secuestros y muertes de los dos lados, pura
bronca, presiento que Alaykin desconfía, como buen indio de su estirpe, sabe
que un indio es un indio y un cristiano es un cristiano, certeza difícil de
quebrar para el que vive detrás de la frontera, en la oscuridad del mundo, el
jefe me habla, un día, me hace algunas preguntas, sospecha una celada, le digo
que a estas alturas y con la sequía no hay mucho que perder, el hombre piensa,
pero deja otra vez la cosa pendiente, pasan días y días hasta que me llama, me
dice que mañana salimos, le digo a dónde, a la tierra que me has prometido,
tengo listos catorce hombres para el viaje, me dice, era mes de enero, partimos
no más, los catorce, más el jefe y yo, andábamos de noche, por el calor, de día
acampábamos, han sido más de veinte noches, he olvidado la cuenta, infernales noches
de tormenta, noches de calor inmóvil, noches de fatiga y de muerte, hemos
perdido cuatro hombres por inanición, por enfermedad y por mordeduras de
serpientes, hambre y sed, insectos, enfermedades del monte, hemos llegado, al
fin, un día lunes por la tarde, la ciudad ha sido un deslumbre para esos
indios, las calles, los edificios, las farolas en las veredas, los ventanales
vidriados, primero, me he reunido yo con el Gobernador, sin indios, el Gobernador
me ha recibido, le he puesto sobre aviso, el Gobernador ha manifestado su
acuerdo ¿les daríamos al fin su tierra prometida? los designios del gobierno
son inescrutables, por la tarde nos hemos reunido con el cacique, en el
despacho estamos los tres, más dos indios de testigos, lo he presentado con
protocolo, el Gobernador ha hecho alarde de escucha, Alaykin ha hablado durante
casi una hora, sin interrupciones, ha contado la historia de su pueblo, las
desdichas y humillaciones que pesan sobre su pueblo, los incesantes ataques, la
muerte a mansalva, el implacable olvido, yo traducía, reseca la boca de tanto versar,
el mandatario escuchaba silencioso, inmóvil, cabeza en alto, mano en mentón,
después ha hablado, de sus dichos he alterado dos palabras, nada más, palabras
que eran claves, al fin, Barreda ha dicho con voz ceremoniosa, pongo a
disposición para llevar a tu pueblo cuatro mil cabezas de ganado, cuatro
carretones pertrechados de herramientas y dos clérigos para que colaboren con
vosotros, la entrega de esta dotación está sujeta a un acuerdo, es condición
que la tribu deponga los ataques a la población, el cacique se ha quedado
perplejo, me ha mirado a los ojos con una pregunta suspendida en el silencio,
sus ojos estaban duros, inciertos, he consentido con la cabeza, de acuerdo, me ha
ordenado que diga, pero que sus hombres tampoco sean atacados por ningún
blanco, esto lo he dicho con algún eufemismo, hecho, el Gobernador ha tenido la
torpeza de querer firmar un acta, pero Alaykin no lee ni escribe y la rúbrica
no es parte de su comprensión del mundo, compromiso de palabra, Señor, en las
propias palabras que yo he traficado, en un mes llegaría la hacienda, en seis
meses estaría levantada la capilla de adobe y el almacén, y después la
curtiembre y los talleres textiles, el Padre Dobrizhoffer y el Padre Sánchez
han venido con nosotros, los siguientes han sido días de marcha y trabajo, el
emplazamiento ha sido levantado sobre la orilla occidental del Río Dulce, en el
cruce con el Salado, a diez leguas del camino real, con postes de quebracho,
hemos alzado un majestuoso campanario, el repique de campanas llenaba con sus
toques el silencio de las tardes, de a poco, día tras día, hemos fundado un
nuevo orden, al son de las campanadas, los indios iban al catecismo, a la
oración y al Rosario, la vida cotidiana se hacía progresivamente a un ritmo
nuevo, exacto, disciplinado, la misa, al alba, cuando aún la claridad era
mezquina, después, los talleres, la
carpintería, las huertas, ocho horas de trabajo con un almuerzo breve y frugal,
luego, a la oración La Oración, así, alba por alba, estos indios se han bañado
en las aguas de la civilización y la vida cristiana, alba por alba, han dejado
atrás el sombrío peso de sus orígenes ¿acaso han sido felices en esta nueva
vida que la historia les ha tirado encima? a pesar de todo, presiento que una
oscura nostalgia habita sus corazones, presiento que prefieren el sobresalto y
el alerta, el grito, la polvareda, la chusa, la incertidumbre de una vida en
montonera.
La luz de la bujía se debilita. La noche ha bajado ya sobre los
techos del fortín. El Comandante General de la Frontera da unos pasos alrededor
de la cama.
El Comandante piensa. El Padre Cristóbal y el Gobernador
Barreda han hecho un milagro. Hay que saber lo que es el alma de un indio de
estos. Almas habitadas por violencia y rencor. Almas que no perdonan.
Por eso mismo. Con el tiempo llegaría el éxodo. Por los
rebeldes, que no faltan. El comandante piensa. Estos indios son incorregibles. Algunos
se habían llamado a sedición. Algunos insurgentes habían visto en este nuevo
destino una claudicación. Alaykin había sido declarado traidor. Flechas mortales
bajaban de la espesura del bosque. De nuevo el caos. Los malones. La muerte y
el saqueo. Indio contra indio, en guerra sangrienta. Esto ya es insostenible,
repetía Cristóbal Almaraz. Una tarde en mulas y carretas se hace presente una
comitiva oficial. Es el gobernador. En
persona. ¿Cómo es que le han llegado noticias de este infierno? Seguramente el
Padre Almaraz ha franqueado mensajeros, se responde el Comandante. Seguramente
el asunto ha sido tratado en reuniones de despacho. El mandatario, junto a los
clérigos, en un prolongado conclave, han decidido el traslado. Había que tomar
distancia. Tan lejos como no pudieran
encontrarlos. El Padre Martín Dobrizhoffer
ha tomado la punta con un grupo reducido. Les ha recordado las mismas palabras
del éxodo que Cristóbal. Pero los indios no las escuchan con el mismo fervor. Lo siguen el Padre Sánchez, con el
propio Gobernador, con cuatro carretas cargadas con los trastos de la capilla,
imágenes, custodias, reclinatorios, cosas así. Va también Alaykin y, un cacique
más, junto a cuarenta familias. Una caravana de fantasmas. Pobres, lo que les
espera. La travesía sería interminable, como aquella del Cabildo y aún más.
Algunos indios se han quedado. No podían dejar su tierra. La promesa se
resquebrajaba. Entre ellos el propio Cristóbal Almaraz, que había enfermado de
sífilis y encontraría su muerte a los días. Cuentan que los pocos indios que le
han visto morir, lo han llorado amargamente. Le ha dado un beso a cada uno y
minutos después ha encomendado su alma a Dios. A su modo, había sido el camino,
la verdad y, a pesar de todo, también había sido la tierra. Lo han enterrado
junto a sus propios muertos, nadie sabe dónde.
El Comandante piensa. Veintidós días. Dos caciques, cuarenta
familias. Con mujeres y niños. Por las costas del Salado. Todo para nada.
Después de Concepción de Abipones, trasladarse de nuevo. Hasta cuándo. Por culpa
del agua. Agua de mierda. Salobre, sucia, dañina. Los indios se enfermaban y se
morían. Hasta cuándo. De nuevo partir con el pueblo a cuestas. ¿Dónde ha
quedado aquella lejana promesa del Cabildo? ¿Cuánto posible había sido aquel
sueño? Trashumantes sin destino, la tribu vagaría por el tiempo hasta los años
de la destrucción y el fin.
Historias tristes, las del Padre Carmelo.
No lo olvide, Comandante. Guárdelo. Como un tesoro. Yo voy a
morir y alguien tiene que contarlo.
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