Tengo que escribir sobre esto, pensé al salir de la
Facultad. Habíamos analizado un cuento de Borges. Uno de los estudiantes hizo
un comentario que no pudo menos que impresionarme: su idea podría resumirse en
que todos los libros son el libro de arena. Sus razones daban paso a una suerte
de teoría de la lectura, inspiradas en pasajes del autor de cuento. Envidié la
agudeza de mi alumno y, desde entonces, no pude proseguir con la clase.
Mientras buscaba mi auto en el estacionamiento
pensé que el tema era bueno para escribir un cuento, una ficción, no estaría copiando
las ideas de Bernardo Raimundi, autor del comentario. Una cuestión de
honestidad.
Llegué a casa con la intención de
escribir cosas que me habían sorprendido en el camino. Por desgracia, me
encontré invadido de gente que Virginia había invitado para darme una sorpresa
por el día de nuestro aniversario. No sé si se notó algo en mis gestos. Hubiera querido echarlos a todos a patadas.
“Cambiá esa cara, che”, tuvo que decirme Virginia pisándome el zapato. Pero yo
no quería hacer vida social, quería escribir, sacarme ese ronroneo de mi
cabeza, esa “cosquilla”, diría Cortázar. Perdido por perdido, y por sofocar mi
frustración, me he dado a tomar vino y a hacerle bromas a la mujer de Rolando
que, aunque es insoportable, esa noche estaba re fuerte. Termine completamente
borracho, un espectáculo lamentable, que Virginia me recriminó toda la semana.
Al día siguiente, me desperté al
mediodía con un dolor de cabeza electrizante. Cuando recordé las palabras de
Raimundi me levanté de un salto y, después de un té con limón, me fui a mi
escritorio. Empecé a escribir con apenas unas ideas vagas, sentí que iba
ingresando en un trance hipnótico, un estado de semiconciencia desde el que me
brotaban las palabras como el libro de Borges, vomitaba páginas
mecanografiadas, en un estado de convulsión de letra impresa. Escribí, al
fin. Durante más de tres horas sin
interrupciones. El golpeteo de la Rémington infectó la casa sin descanso, al
punto que Virginia se fue puteando porque “en esta casa no se puede vivir en
paz” pero “andate a la puta que te parió”, le contesté violento. Terminé como a
eso de las seis y media de la tarde y me sentí purgado. Un flujo de alivio me
recorría los huesos a la vez que me adormecía una fatiga placentera, de labor
cumplida. Había expulsado el espectro. Me recosté y quedé plácidamente dormido,
sin darme cuenta.
Claro. Porque al finalizar la
historia, sentí que había escrito el cuento perfecto (tengo una teoría al respecto,
el deseo del cuento perfecto como proyección de las frustraciones de un
escritor, pero en otro momento me referiré a eso). A la vez que había rendido
el mejor homenaje a Borges. Me dormí bajo la embriagante experiencia de
genialidad expandida, de obra consumada, de logro inmaculado. Sería sin duda mi
mejor relato. Incluso, debería dar título al libro que estaba pensando pronto
publicar. La arena y el fuego. Sonaba bien. Prometía.
Al día siguiente, pensé que debía
enseñar el texto a Raimundi. Por lealtad. En definitiva él me había entregado la
materia para mi cuento. En la primera oportunidad que pude le invité un café en
el bar de la Facultad y hablamos. Al principio se mostró entusiasmado y me
pidió, me exigió, el texto. Yo se lo di sin rodeos, para eso lo había buscado.
Quedamos en que nos encontraríamos la próxima semana para discutirlo.
La semana transcurrió en la ansiosa
espera del encuentro con Raimundi. La idea de que su juicio era decisivo, me desvelaba.
El hecho de ser el inspirador secreto de mi historia me hacía sentir en deuda.
Era la subterránea culpa de pensar el cuento desde el espesor de sus palabras.
¿Era Raimundi un lector inteligente? Parecía serlo. Su juicio me daría la
certeza del éxito. Nos encontramos, una vez más, en el bar de la Facultad y
empecé la charla con la tonta pregunta
de qué le había parecido.
Se demoró en responder con un
silencio profundo. Parecía pensar minuciosamente cada palabra. Me abrumó la
ansiedad. Él lo advirtió en mis ojos, estoy seguro, porque a partir de ese
momento se invirtieron los papeles. No lo advertí de entrada, pero se desplazó
hacia el lugar del profesor, y me dejó postrado en su pupitre de estudiante. Se
erigió en cátedra. “Una mera variación del cuento de Borges”, sentenció;
“perdone la franqueza, licenciado, pero es inútil, Borges está presente de la
primera hasta la última línea”. Yo me justifiqué. Demasiado. Como un mal
estudiante que no reconoce sus errores. Dije que intencionadamente había
querido preservar el espíritu borgeano. “El problema es a mi entender que el
texto carece de estilo; pero está bien, si usted persiste podrá con el tiempo
imprimir una forma propia en el relato”, me tiró como migaja de consuelo. Me
molesté, tremendamente. Sus palabras fueron insolentes. Pendejo soberbio. Que se cree. Al fin de
cuentas quién es para juzgarme. ¿A mí, que
tengo una cátedra en la Universidad? Había hecho mal en enseñarle el
cuento. A él, un alumno. Además, me había apresurado. No me había dado el
tiempo suficiente para pulir y cincelar el texto. El trabajo de un escritor se
parece al de un relojero. Hay que verificar pieza por pieza todo el mecanismo
hasta llegar la sincronía perfecta. Debía trabajarlo más. Meterme a fondo. Hasta
el punto en que se cierra el círculo, cuando ya no hay una palabra de más ni
una de menos. Me apresuré. Tengo que reconocerlo. La ansiedad me traicionó.
Además, quién es Raimundi para tener la primicia de leer mis cuentos y encima
criticarlos. Uno tiene que dirigirse a sus iguales, qué embromar. Regresé a
casa con un vacío insoportable. Aquellas palabras habían sido demoledoras. Pese
a todos los argumentos que consideré a mi favor, me seguían piqueteando la
cabeza como una culpa.
Me encerré en el escritorio a
trabajar con mi cuento. Tomé los papeles y releí cada línea. Sin proponérmelo
le encontré razón (aunque sólo parcialmente). Es verdad. Había expresiones muy
borgeanas. Descubrí imágenes que proyectaban claramente la sombra del autor de
El Aleph. Me enfurecí conmigo mismo. Me recriminé la impaciencia. Me aborrecí
por haber enseñado a un alumno inexperto un texto en proceso (porque en
realidad, y recién ahora me daba cuenta, hasta el momento mi cuento era eso, un
texto en proceso). Debía continuar el trabajo. La cosa iba bien. Faltaban nada
más unos toques de estilo. Esos que modifican
la impresión de la obra. Un trabajo técnico con el lenguaje y los
procedimientos. Tenía que dedicarme algunos días. Con rigor y a fondo. Una
tarea urgente. Decidí faltar a la Facultad. Unos días sin contaminarme de
los ambientes académicos me darían la
frescura y la tranquilidad que yo necesitaba para escribir bien.
Estuve durante tres días casi sin
salir de mi escritorio. Virginia se molestó y me gritó “vos estás loco del
remate”. Yo ni siquiera la miré, “andá a cagar”. Se fue dando un portazo y no
regresó hasta la noche. Resultó ser lo que faltaba para mi tranquilidad de
escritor. Trajiné compulsivamente el carro
de la Remington. Al tercer día ya había andado y desandado cinco versiones. La
última estaba bastante bien a mi parecer. Tenía, sin embargo, la percepción de
que no era la definitiva. Había que limar asperezas. Eliminar aquellas palabras
que estaban en sobrerelieve (escritas en rojo, según Stevenson). Meter alguna
digresión que inyectara intriga y verosimilitud a la historia desde adentro.
Pensé que tenía que enfriar mi cabeza. Darme unos días de reposo. Cuando
Virginia estuvo de vuelta le propuse, ya que era sábado, que invitáramos a
Rolando y a Florencia para ir al cine y después tomar algo. Virginia me miró
como a un idiota. “¡A vos quién te entiende, Rubén!”. Fuimos al cine y después
a un bar. Otra vez tomé de más y otra vez me desubiqué con Florencia –que,
entre paréntesis, estaba un bombón- y terminé peleado con Rolando (en el baño
de hombres cruzamos una palabras fuertes; me tuvo sin cuidado, porque, la
verdad, Rolando es un pelotudo) y, por supuesto, con Virginia, que me dijo
“Estas hecho un baboso”.
Desde entonces salí todas las noches
hasta la madrugada y no volví a la Facultad por casi diez días. Necesitaba
purgar demonios. Una desazón casi imperceptible. Algo que afloraba en los
momentos de euforia, pero esa misma desazón me llevaba de nuevo al desborde.
Mucho bar, amigos de la noche, peñas, sitios de artistas, putas, lagunas,
amnesia alcohólica, fracciones indefinidas de tiempo sin saber en dónde estuve
ni qué hice. Anduve así hasta el sábado siguiente, cuando, ya saturado, decidí
retomar los papeles y volver al trabajo.
Releí con rigor aquella última versión. Descubrí
ingenuidades, cosas horribles, cursilerías, y en cada párrafo me ensordecían
las palabras proféticas de Raimundi, que ahora las encontraba certeras y
lapidarias. Para mi vergüenza, sus palabras tenían razón. Estaba todo mal. Yo
había sido un amanuense –esa palabra me delata-, un copista, y hasta un
plagiario de Borges. No había conseguido una apropiación real de sus palabras.
Me sentí miserable. Un mediocre. Guarde los papeles. Los escondí como un ladrón
y quedé deprimido muchos días.
Tardé en reintegrarme a la Facultad solo
por demorar el reencuentro con Raimundi, a quien no iba a poder mirar a la cara.
En mi primer día de regreso, me paró en el pasillo y me dijo que había estado
preocupado por mi ausencia y que le sería grato conversar conmigo. Quedamos en
encontrarnos a la seis, como siempre, en el bar. Di clase, estuve en reuniones
inútiles, y tuve otras tareas de rutina. Luego me fui al bar. Raimundi me
esperaba ya sentado en una mesa. Conversamos. Obviamente, me preguntó del
cuento. Le respondí con pocas palabras, lo que lo llevó a adivinar mi abandono.
“Escríbalo, Rubén – me dijo, llamándome por primera vez por mi nombre - , un
escritor tiene que vencer sus limitaciones”. Su pedantería me ofendió una vez
más. Preferí cortar el tema y retirarme.
En casa puse música y me senté a pensar a media luz
con un whisky y un cigarrillo. Tenía que
introducir una variante técnica que desestructurara el relato. Algo que me
permitiera arrancarle a Borges el cuento de sus manos y hacer mi propia
historia. Pero, claro. Cómo no haberlo pensado antes. Un cuento dentro del
cuento. Un cuento en el que yo relatara todas estas vicisitudes con el libro de
arena. Yo podía escribir mi historia y dentro de ella la historia soñada por
Borges. Sentí un destello de genialidad. La exultación de un gran hallazgo. Volví
a escribir. Volví a rodar el carro de la Rémington como un motor a explosión y
tuve otra vez mis horas de encierro y los disgustos de Virginia (que nunca me
consideró escritor), y vinieron las revisiones y correcciones, hasta la versión
con la que ya creía haber logrado el cuento perfecto. Guardé los papeles unos
días como para enfriar la cosa. Al cabo fui al encuentro con mi juez, Bernardo
Raimundi. Le entregué copia, convenimos un plazo y finalmente me dio su
veredicto, en franca contradicción con su último consejo: “Rubén, usted tiene
talento. De verdad. Olvídese de esta historia. Con todo respeto”. Me dolió. Me
pareció injusto. Parricida. Faltaba más, mocoso altanero, venir a darme
consejos a mí, con mi trayectoria impecable, diez años de docencia
universitaria por concurso. Venir a jugar así conmigo. ¡Andá...!
No volví a hablar con Bernardo. Traspasado de
frustraciones, abandoné por mucho tiempo
la escritura. Quemé el cuento. Inconscientemente seguí su consejo.
Tiempo después, Bernardo fue conocido con una novela
que sobrevuela por la trama del El libro
de Arena, en donde aún puedo reconocer, perdidas en el torbellino de un
estilo acelerado y voraz, el eco de mis palabras.
Lucas Daniel Cosci
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