¿Leer el Ulises?
¿Por qué? ¿Para qué? Después de cien años de su publicación en París, hay cada
vez más razones para leer aquella novela fundacional de la narrativa del siglo
XX, que sigue interpelando a los lectores
y traductores del mundo.
El 2 de febrero
de 1922, sale a las calles de París la primera y polémica edición del Ulises, del Irlandés James Augustine
Aloysius Joyce, quien ese día cumplía exactamente los cuarenta años y llevaba
publicados dos libros: Dublineses y Retrato de un artista adolescente. Algunos
años antes, desde 1918, se había puesto en marcha una publicación fragmentaria
y por entregas de aquella novela, en las páginas de Little Review, hasta que fuera censurada por pornográfica.
Podríamos decir
que en el lapso que transcurre entre 2018 y 2022, estamos asistiendo al
cumplimiento de los primeros cien años de vida de esta obra.
Nos preguntamos
entonces, ¿tiene sentido leer el Ulises hoy, un siglo después, en Santiago del
Estero, cuando estamos tan lejos de todo, en la periferia del mundo y del
lenguaje, en los bordes de cualquier cartografía literaria?
Después del prólogo
de Los Lanzallamas, pareciera que
leer el Ulises es una costumbre de lujo reservada a lectores burgueses, que
pueden leer en inglés y que gozan de un tiempo de ocio ilimitado. La queja de
Arlt tuvo sentido en su momento, en aquel período de veintitrés años en que la
obra circulaba muda por el mundo sin encontrar traducciones. Él mismo aclara
que cuando el Ulises estuviera traducido, aquellos lectores buscarían otro
libro con el cual suspirar.
Pues bien. El
Ulises ha tenido ya cinco traducciones al español. No hay nada parecido entre
aquellos que hablan de Joyce “poniendo los ojos en blanco” y la situación de un
lector santiagueño del siglo XXI, que tiene que lidiar con el precio del
boleto, las horas de trabajo al calor de esta caldera que nunca se enfría, el
sueldo que no alcanza, el pantalón descosido y tanto más. ¿Leer el Ulises? ¿Por
qué? ¿Para qué? ¿Por qué perder el tiempo con ese mamotreto ilegible, que
cuenta las sucias intimidades de un personaje lejano, exótico, que habla un inglés
para pocos y que sigue tradiciones que nos resultan extravagantes?
A lo mejor no es
así. A lo mejor honrar a sus traductores sea un modo diferente de acercarnos a
sus palabras.
Podemos aprender
con el Ulises a leer de otro modo.
Se me ocurre. Pienso
en algunas razones para semejante empresa.
La primera. Nada
más que por ser una buena novela, una de las mejores de la literatura
universal, la más renovadora del siglo XX, la más moderna para Borges. En
efecto, a estas alturas es una obviedad decir que resulta inconcebible la
novelística contemporánea sin la renovación y reinvención que le ha dado Joyce.
El Ulises significa un momento fundacional de la narrativa del siglo XX, un
giro estético que aún se mantiene en vigencia y del que todavía hay mucho por
aprender, como lectores, como traductores y como escritores.
Segunda razón. Porque
está llena de guiños, juegos, símbolos, citas encubiertas, correlaciones y
enigmas lingüísticos, que siguen interpelando a los lectores y traductores, al
punto que siempre nos queda mucho por descubrir. Joyce ha hecho de lo “ilegible”
una virtud. El Ulises es una novela que nunca se termina y que, al mismo
tiempo, siempre encontramos razones para seguir o volver a sus páginas. Sus
perplejidades resultan estimulantes, seductoras. El texto sabe jugar con
nuestro desconcierto. Joyce dijo alguna vez que los críticos pasarían un siglo
para desentrañar los símbolos y sentidos de su obra. Bien. Ha pasado un siglo y
seguimos aun –críticos y lectores– desentrañando símbolos y sentidos.
Porque la novela
aporta –y esta sería una tercera razón– una implícita, indirecta, y mediada reflexión
sobre la condición humana en el tiempo. Retoma problemas que preocupaban a los
filósofos de su tiempo y deja tras de sí otros que mantendrían en vilo a los
pensadores que le sucedan. Antes, en 1889, Bergson había publicado el Ensayo sobre los datos inmediatos de la
consciencia y, en 1906, La evolución
creadora. En 1873, Nietzsche había escrito Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral. Freud, en 1900, presentaba
La interpretación de los sueños y, en
1901, Psicopatología de la vida cotidiana.
Al mismo tiempo que James Joyce escribe el Ulises, Edmund Husserl está
publicando sus primeras obras. Cuatro años después de la primera edición,
Heidegger nos entrega Ser y Tiempo. Sartre
llegaría con El ser y la nada
veintiún años después. Un año antes del Ulises Ludwig Wittgenstein publicaba el
Tractatus, y treinta y un años después,
las Investigaciones filosóficas.
Todas estas obras mantienen contactos indirectos con la novela de Joyce. Hay
efectos y tributos recíprocos. Hay flujos y reflujos de sentidos.
Porque, en cuarto
lugar, reaparecen una y otra vez nuevas traducciones y es siempre un renovado
desafío leer una novela que parece jugarle sucio a sus traductores. Diabólica y
maliciosa, la novela se nos escurre entre equivalencias idiomáticas imposibles.
Además, tres de las cinco traducciones son obra de argentinos, sin contar a
Borges que tradujo algún fragmento. ¿Qué hay entonces en esta novela con los
argentinos? ¿O qué hay en los argentinos con esta novela?
Porque -para
seguir con una quinta razón- el juego de espejos que construye con la Odisea,
representa la más extraordinaria alegoría de la dinámica histórico efectual de
los textos en la tradición. Los textos se buscan entre sí, mediados por el
tiempo. La Odisea quiere ser el Ulises. El Ulises quiere ser la odisea. Y ambos
a su vez quieren ser todos los libros de una biblioteca infinita, que incluye libros
santiagueños.
Porque en
Santiago también se escriben libros que, a sabiendas o no, son efectos a su
modo de las páginas de aquel libro de arena. El Ulises se prolonga también en
nuestra literatura y sugiere claves para pensarla. ¿Qué tiene que ver Shunko con el Ulises? Nada. ¿Nada?
¿Estamos tan seguros que nada? En tiempos de Shunko, ¿no había ecos del Ulises
que rebotaban por el mundo? ¿Y El bosque
tumbado? ¿Y la Tolvanera? ¿Y Casas enterradas? Habría que ver. Y eso
significa volver a Joyce, siempre volver a Joyce.
Porque finalmente
es “El” Ulises, y eso en sí mismo es una razón.
Porque nos habla
siempre con su murmullo de voces apagadas, desde sus páginas interminables. Y escucharlo,
por consiguiente, es un acto de lectura riguroso que nos debemos.
L. C.
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