sábado, 17 de septiembre de 2016

DÍA DEL PROFESOR. EL APRENDIZAJE DE ESCUCHAR



A Liliana Herrera, in memoriam


En el libro La herencia de Europa, hay una conferencia de Gadamer en la que se propone recuperar la memoria de aquellos que han representado la función del Otro, al que uno aprende a escuchar. Habla de sus maestros. De aquellos de quienes había aprendido la tarea fundamental del ser humano que es convertirse en oyente, escuchar, abrirse a la palabra que adviene desde una experiencia estratificada y densa. 
Salvando distancias, lenguajes y fronteras, me interesa recordar aquí a una maestra de quien creo haber aprendido la balbuceante escucha de la palabra. Me refiero a Liliana Cristina Herrera, mi profesora en el Instituto Superior del Profesorado provincial Nº 1, cuando estudiaba el Profesorado en filosofía.
No puedo evitar ser autobiográfico y personal. Conocí a Liliana en el año 1987. Entonces era un muy joven yo, con ansias de aprender filosofía de la experiencia de quienes ya tenían hecho un camino. 
Yo estaba en primer año y no era su alumno. Liliana solo tenía cátedras en cuarto. Metafísica y Filosofía contemporánea. Confieso que envidiaba el entusiasmo con que salían de clase sus alumnos, de los cuales algunos eran mis amigos.  De lejos Liliana transmitía la imagen de una persona rigurosa, estricta, extremadamente minuciosa.
Una vez decidí hablar con ella y preguntarle si podía participar de sus clases como oyente. Por supuesto que con mucho entusiasmo me dijo que sí, y durante lo que quedaba de ese año no me perdí una sola clase. El entusiasmo y la pasión que transmitía en sus lecciones era en sí mismo cautivante. Yo iba de oyente, es decir, iba a poner en práctica aquel aprendizaje fundamental, que es el escuchar. Pocas veces recuerdo haber escuchado con tanta fruición, con tanto fervor, como aquellas clases a las que iba sin obligación. Con el tiempo hicimos una gran amistad y cultivamos un gran afecto reciproco. 
Después fui su alumno ya oficialmente. Con ella he aprendido -quizás no tanto como ella hubiese esperado-  el núcleo denso de la filosofía occidental: el profesor Kant –tenía esa forma de nombrarlo-,  Husserl, Heidegger y otros. Era exigente –como todo el que se exige así mismo- y no se la conformaba con facilidad. Pero cuando intuía la señal de una aprendizaje feliz era por demás generosa en elogios. 
Recuerdo una vez que le he pedido prestado un libro de Rodolfo Kusch, El pensamiento indígena y popular en América. Después de mi primer lectura hemos conversado largo. Yo le trasmitía mis impresiones y ella escuchaba y ponía exclamaciones de énfasis en mis juicios. El texto quedaría en mis manos por un largo tiempo. Cuando intenté devolvérselo me ha dicho que ese libro me había cambiado la mirada, que por lo tanto debía quedarse conmigo. Ha tomado su lapicera y me ha escrito una dedicatoria, fechada en octubre de 1990. No era un simple regalo. Me estaba entregando generosamente un libro de su propia biblioteca, que ahora es parte de la mía. Con mucha sabiduría, adivinaba que mis manos iban a ser el mejor destino para alguno de los dos, para el libro o para mí. De hecho, tiempo después hice mi tesis de licenciatura sobre Kusch, lo cual ha sido un efecto inequívoco de sus enseñanzas. 
Lamenté mucho su partida. Como suele ser en estos casos, lamenté especialmente no haberla visto con mayor frecuencia. 
De sus enseñanzas me queda lo más difícil, lo no conceptual, lo que no se puede verbalizar ni llevar al orden del discurso: su pasión, su entusiasmo, su entrega desinteresada, el placer de la lectura, el amor desmesurado por la filosofía, por la poesía, por el conocimiento. 
Como toda pasión desenfrenada ha dado mucho de sí y quizás ha recibido poco. No esperaba creo el tributo de nadie. 
La recuerdo siempre con afecto entrañable y con la certeza de que mi historia de vida no sería la misma sin ella. 
Gracias, Liliana, sigo sentado en tu clase, tu lección todavía no ha terminado.



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