Voy a hablar de una silla vacía. Una silla de la que, por distintas razones, han huido todos, seducidos por dios o por el diablo. Puede ser una banca en el Congreso. Puede ser la butaca de un invitado ausente en un programa de actualidad. Puede ser un claro entre los cuerpos apiñados de un piquete. Es nada más que eso: un sitio abandonado, por incómodo o por lejano. Un silencio abrupto entre fogonazos de "información". Un tartamudeo en la palabra pública.
Una silla abandonada es el lugar de un discurso borrado con el codo. Un discurso que ha sido secuestrado por las voces hegemónicas del poder y de la iracunda oposición a ese poder.
Hablo de un discurso que ha tenido su lugar, el emplazamiento de su silla, en lo que en otro tiempo se ha llamado el "progresismo" y que ha sido fagocitado desde uno u otro polo de los discursos hegemónicos.
Hoy por hoy tenemos, por un lado, un oficialismo castigado, con un discurso conciso, fuerte, confrontador; que reivindica banderas que luego no se ven en sus balcones. Por otro, la oposición conservadora, que ha revisitado el discurso ultraliberal de los 90. Que descalifica -de plano y a cualquier costo- toda iniciativa que se asuma desde el gobierno, porque "está todo mal" y porque "cuanto peor, mejor", para que se vayan pronto. Que se inscribe en la plataforma de un discurso único, que aplana sin concesiones toda diferencia de matices.
Las voces que otro tiempo resonaban en ese hueco del discurso, en aras de pelear la penumbra de un rincón en la palestra de los medios, hoy se han apoltronado -casi sin quererlo, casi sin saberlo- en el canto de sirenas de una restauración conservadora, no menos anacrónica que impaciente. Con la intención de pegar fuerte, sus trasnochados paladines terminan disparando desde la misma trinchera. Los extremos se tocan. Reivindican las mismas banderas, utilizan el mismo lenguaje e, inclusive, suman sus cuerpos en los epacios tomados. Su fuerza resulta tributaria del tonito de patrón de estancia que resuena a la vera de las rutas y en los medios monopólicos.
La silla vacía, el discurso ausente, es aquel que debiera incrustarse entre el discurso del gobierno y lo que éste "deja de hacer", entre los intenciones políticas y la ausencia de mediaciones para materializar esos propósitos. Un discurso que fije la mira, no ya en las bofeteadas acciones de un poder en jaque, sino en la articulación de esas acciones con el sentido que se declama a través de la palabra.
Este discurso es el que extrañamos quienes estamos en el medio del fuego cruzado y no compartimos las trincheras; quienes, sin un rechazo de raíz a los lineamientos de las políticas vigentes, observamos atónitos profundas torpezas en sus modos de realización. Se trata de un discurso que, a diferencia de los conservadores, renuncia a tirar por tierra la política de retenciones, la reestatización de las empresas publicas, o la ley de servicios audiovisuales, en un todo; pero que, a diferencia de los obsecuentes de turno, exige que se constituyan en verdaderos instrumentos de la redistribución del ingreso, que ayuden a la construcción de una sociedad de iguales, que, en suma, sean acciones funcionales a ideales que resuenan en los discursos oficiales.
En el estruendoso fragor de una guerra sin cuartel, nos han dejado sin palabra. Algunos argentinos estamos más allá de la voz atronadora de un De Angelis, y al, mismo tiempo, más acá del grito desafiante de las huestes K.
Algunos argentinos estamos perdidos y desorientados en ese enorme pozo de silencio al que nos han confinado los dueños de la contienda.
Algunos esperamos desde ese silencio que alguien retorne a la silla abandonada y nos devuelva el discurso borrado con el codo.
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