Desde el día de ayer el gobierno K abrió las puertas de sus despachos e invitó a un “banquete” político para dialogar con todas las fuerza políticas y sociales que representan a los argentinos. La mayor parte de los actores aceptaron y valoraron el convite. Algunos, sin embargo, prefirieron la ñata contra el vidrio y seguir un discurso rupturista.
Más allá de toda intención política, el diálogo es el espacio simbólico que ha encontrado nuestra cultura como refugio ante aquellas fuerzas desestabilizantes para la integridad de lo social, es la campana de cristal que nos protege de la tempestad. Los que miran desde afuera, los que rechazan el convite, no solo desconfian del poder, sino que han perdido la confianza en ese espacio sagrado.
La civilización occidental -desde los tiempos de la antigua Grecia, según nos enseñan Sócrates y Platón; hasta la modernidad, conforme a las lecciones de Profesor Kant, los iluministas y, más cerca nuestro, los teóricos de la ética del discurso - ha instituido el dialogo racional como un principio normativo y procedimental, que se contrapone a las acciones de carácter instrumental-estratégico, aquellas acciones cuyo único propósito es el éxito en los propios fines, por fuera de todo interés de entendimiento.
Ese principio, mal o bien, es el que ha permitido a las democracias modernas instalarse por sobre la voracidad de totalitarismos y dictaduras, y desplegar una lógica del poder basado en el entendimiento por sobre la fuerza. En un slogan bastante remanido por neo-iluministas es la fuerza de la razón por sobre la razón de la fuerza.
El diálogo es una invitación a razonar y decidir en plural, es una llamada a poner en una balanza un conjunto de “argumentos”, bajo condición de estar dispuestos a aceptar el más consistente y asumir por parte de todos los involucrados la co-responsabilidad en su realización.
A nivel político el diálogo es una herramienta que posibilita la construcción de acuerdos para el logro de acciones que faciliten la concreción del interés común.
No podemos, sin embargo, olvidar que en lo político alguien ejerce el poder desde una base institucional-dialógica que lo legitima e instituye. Quien ejerce el poder es quien está facultado institucionalmente para asumir la iniciativa a conformar una comunidad dialógica. Esa iniciativa implica una base de presupuestos y contenidos, que en su forma y en su fondo son discutibles, revisables, susceptibles de crítica, pero sobre el supuesto de “entrar” previamente en el juego dialógico. Discutir una agenda es ya haber entrado en el diálogo, siempre que esa discusión se base en la intención de la construcción dialógica de la acción.
Pero cuestionar sin discutir, descalificar sin asumir el compromiso y la responsabilidad de ser parte, es exponer una razón desde fuera del cerco de lo racional, es como entrar y salir del río sin querer mojarse los pies.
Diálogo es co-responsabilidad, es construcción compartida, confrontación de razones desde la apertura a la persuasión, entendimiento en la diferencia. Entrar en las aguas del diálogo es asumir una parte de la responsabilidad en las acciones que este genere.
Una invitación al diálogo es una línea de frontera. O la sobrepasamos y, desde el lado de adentro, la discutimos -con las responsabilidades que eso implica- , o nos quedamos de este lado, con el oscuro pretexto de no mojarnos los pies.
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