viernes, 26 de diciembre de 2014

TIERRA PROMETIDA








¿Trescientos hombres encolumnados entre montes y salitrales bajo la furia de un cielo incandescente? Trescientos hombres, veintidós días de marcha. Había que refundar la promesa. Había que abrir un nuevo destino para esas almas desesperadas.

Cae la tarde. En el silencio del campo se oyen las voces apagadas de los últimos hombres en la plaza del fortín. El Comandante mira la luz del ocaso a través de una ventana. Medio uniforme, camiseta abotonada color marfil. En el cuarto de campaña hay una bujía prendida, que vuelve amarrillos los tonos de las cosas. Una india le alcanza un mate. Dulce y lavado, el mate, de tanto andar. El Comandante piensa. Piensa en la historia que le ha contado el Padre Carmelo. Anoche. El cura es un contador de historias. Como un artesano hilvana sus intrigas. El Comandante escucha. El Comandante General de la Frontera registra cada palabra que le cuentan. Sabe cuánto destino depende de su memoria.
El Padre Carmelo solía decirle al Comandante. Ojo con las indias. Todas tienen sífilis. Por la boca no, respondía el Comandante. El Padre reía.
Declina el atardecer en los campos Abipones. El Comandante piensa. Las cosas han sucedido hace sesenta y tantos años. El Padre Carmelo se lo ha contado. ¿A quién se le ocurre? Montes y salitrales son enemigos de los hombres. Trescientas almas en caravana. Todos indios. Sólo tres blancos, el Padre Dobrizhoffer, el Padre Sánchez y el Gobernador del Tucumán. Había que llegar. Los indios iban en silencio. Los indios no hablan. El Padre Martín Dobrizhoffer no conoce la lengua de los indios. El que habla con ellos es Padre Cristóbal, que se ha quedado lejos. Igual. Lo indios le siguen. Los indios rezan. Piensan. Ponen su vida en sus manos. Esos indios eran bravos, recuerda el comandante. Los malones hacían estragos. A su paso arrasaban con todo, ranchos, animales y cristianos, y vengaban a los traidores. ¿Cómo ha sido posible que depusieran tanta crueldad derramada por el llano? ¿Cuánta promesa ha sido necesaria para tornar en frágil mansedumbre el alma montaraz? El Padre Cristóbal les ha dicho. Soy el camino, la verdad y la tierra. El calor inmemorial de la tierra, soy. ¿Podían esos indios sangrientos creer en sus promesas? A lo mejor con el tiempo. Alba por alba. Porque el Padre Cristóbal Almaraz se había aparecido en la frontera sin pertrechos, sólo con su evangelio y sus ojos de cielo. Porque tenía una voz de acuarela que pintaba de ternura  sus palabras. Porque se había entregado a que dispusieran de él, incluso hasta la muerte. Porque les había tomado la palabra y porque se había dejado tomar por sus palabras. Porque las ha puesto a rodar por el mundo, como el eco de un sueño interminable.

El Comandante piensa. Veintidós días de marcha. Dos caciques, cuarenta familias de indios. Por las costas del Salado. Desde concepción del Bermejo.
El Comandante piensa. El padre Carmelo es hijo de una India. De una india y del cura Almaraz, según malas lenguas. Apenas nacido, había sido entregado a una familia de la ciudad, parientes del Comandante, para variar. El Padre, que nunca ha sido su padre, le había contado la historia, repetidas veces, cuando aún estaba en la Ciudad. Y el Padre Carmelo se la ha contado al Comandante.

Umbral del infierno, la frontera. La gritería y la sangre mojan el salitre por todos los vientos. Las familias largamente aquerenciadas, han perdido la paz hace ya mucho tiempo. Las hordas saquean los ranchos y después los incendian. Las fuerzas oficiales no dan abasto. El comandante lo sabe. Es parte de esa impotencia.

Una tarde de agosto el Padre Cristóbal Almaraz había sido tomado prisionero. Recién llegado a esos horizontes. Venía del pozo, en una mula, cargada con dos tinajas. De pronto escucha ruidos, ruidos en los quebrachales.  No son las aves, no es el viento ni las criaturas del bosque. Son ruidos humanos. Hombres invisibles. Están enterrados en los intersticios del bosque. Como una lluvia salvaje, caen repentinamente de los árboles. Le rodean, le chusean, y le amarran. Después lo llevan a sus taperas.
El cacique Alaykin se presenta ante el cautivo. Ordena que lo aten de un árbol. ¿Matarlo? ¿Piensa matarlo? No ha de ser, por ahora. Es útil tenerlo vivo, piensa el jefe. ¿Se equivoca de tenerlo con vida al enviado de una civilización asesina?
Hay un indio joven que le lleva la comida y a veces le acompaña. Varios meses prisionero, el cura. Duerme en el suelo y come frutos y leche de cabra. El indio le habla. El Padre Cristóbal no le entiende. No le entiende, pero escucha. Para los oídos. Se empeña en descifrar. En despejar voces al interior de cada sonido que percute su atención. Se afana en percibir tonos, acentos, modulaciones. ¿Se puede escuchar sin entender? se pregunta el Comandante. Se puede escuchar sin entender, se responde el Comandante. Es dejar pendiente un sentido, es postergar la comprensión que tarde o temprano va a llegar. Porque el cura cautivo no comprende, pero examina, ausculta el espesor de voces que fluyen por el aire.  El indio le dice cosas, le cuenta historias. El Padre Cristóbal encuentra familiares algunas voces recurrentes. Las repite. Después observa la reacción del muchacho. Cuando abre grandes los ojos, repite una vez más y el otro redobla la mirada. Al cabo de dos meses el cura intercambia monosílabos con el indio. Pide agua, el indio le trae agua.  Pide abrigo y le trae un pellón de oveja.

El comandante piensa. ¡Qué tipo el Almaraz este! Aprender a hablar con los salvajes. Quien pudiera oírlo.


Llega a visitarlo otro indio. Cristóbal Almaraz le pregunta por su amigo. Al escuchar aquellos sonidos en boca del cura, pega el grito. Corre asustado a avisarle al jefe. El blanco se ha robado sus palabras. El hombre blanco habla nuestra lengua. El cacique Alaykin pide que lo traigan hasta él. A punta de lanza y con los miembros atados, el hombre es arrojado a sus pies. El jefe pregunta, el cautivo responde. Dos palabras perspicuas son suficientes para dar cuenta de su habla. El Cacique llama a uno de sus consejeros. Se alejan y conversan. El Padre Cristóbal mira desde la distancia e intenta adivinar en sus gestos el asunto. La conferencia se demora. Hay ademanes de desacuerdo. ¿Qué cosa les inquieta tanto? ¿Les preocupa qué hacer con un cura que habla su lengua, que escucha sus charlas, que tarde o temprano va a saber más de lo conveniente? Después observa consentimiento en el movimiento de sus cabezas. Algo sucede. Se vuelven hacia él. Algo sucede. Ahora habla el cacique. En adelante serás un colaborador de la tribu, le dice.  En adelante serás parte de mi gobierno.

El Comandante piensa. El Padre Cristóbal Almaraz ha sido proclamado lenguaraz de la tribu de concepción de Bermejo. Estos indios no tienen idea de lo que han puesto en las manos de este hombre.

El Comandante piensa que un hombre piensa... Soy el lenguaraz de la tribu, tengo en mis manos una secreta prerrogativa, traduzco e interpreto ruegos y mandatos, plegarias, actas y declaraciones, reemplazar una palabra por otra… ¿no es ejercer un acto político? ¿no es acaso torcer destino?... puedo decir paz donde otros dicen violencia, puedo decir la palabra de Dios a donde solo dicen el pecado y la muerte, uso este instrumento, el Señor lo ha puesto en  mis manos para gloria de su reino, el jefe me lleva consigo donde va, soy el camino, soy verdad, y soy tierra, yo hablo por los prisioneros blancos, por los jefes y por los clérigos que cruzan sus huellas con estos hijos de la tierra, soy un puente sonoro entre las almas bárbaras y el orden cristiano, el jefe me escucha, el jefe sabe que la razón y el evangelio están de mi lado, no tiene más que allanarse a mi poder ¿le he mentido alguna vez? nunca le he mentido, nunca, negocio las palabras, propongo una nueva historia, por eso le he dicho: hay que fundar un pueblo para la tribu, le he hablado de los libros del éxodo, le he dicho que, como Moisés, él está llamado a guiar a su pueblo hacia una tierra de prosperidad, he recitado de memoria aquellas lejanas palabras del Éxodo, deja este lugar y lleva al pueblo que sacaste de Egipto a la tierra que les prometí a Abraham, a Isaac y a Jacob, yo les aseguré que esa tierra sería para sus descendientes ¡es tan rica que siempre hay abundancia de alimentos! enviaré a mi ángel para que te guíe, y echaré de allí a todos los pueblos que no me obedecen,  ¿era yo el ángel enviado en este caso? Nadie lo sabe, pero he intentado ser el guía, le he dado a saber que podían vivir como viven los cristianos, gozar de los favores y holguras de los blancos, casas firmes, comida en abundancia, salud, instrucción, inclusive, ocio y deleites, Alaykin me pregunta cómo, le digo que tenemos que ir a la ciudad, tenemos que llegar al cabildo, hablar con el gobernador Barreda, una audiencia, nos va a recibir, lo conozco, su política con los indios ha cambiado, el Gobernador quiere colaborar, quiere la pacificación, comprendo la historia de hostilidades que ha habido entre ustedes, pero sé también que está dispuesto a olvidar, dar un nuevo rumbo a esta historia dolor y de muerte, es ahora o nunca, Señor, Alaykin me escucha, piensa, demora sus palabras, teme equivocarse, bueno, hay que pensarlo, me dice, no hablamos más, pasan los días, algunos me dicen que el cacique no va a ir a la ciudad porque entre ellos y el Gobierno ha corrido mucha sangre, secuestros y muertes de los dos lados, pura bronca, presiento que Alaykin desconfía, como buen indio de su estirpe, sabe que un indio es un indio y un cristiano es un cristiano, certeza difícil de quebrar para el que vive detrás de la frontera, en la oscuridad del mundo, el jefe me habla, un día, me hace algunas preguntas, sospecha una celada, le digo que a estas alturas y con la sequía no hay mucho que perder, el hombre piensa, pero deja otra vez la cosa pendiente, pasan días y días hasta que me llama, me dice que mañana salimos, le digo a dónde, a la tierra que me has prometido, tengo listos catorce hombres para el viaje, me dice, era mes de enero, partimos no más, los catorce, más el jefe y yo, andábamos de noche, por el calor, de día acampábamos, han sido más de veinte noches, he olvidado la cuenta, infernales noches de tormenta, noches de calor inmóvil, noches de fatiga y de muerte, hemos perdido cuatro hombres por inanición, por enfermedad y por mordeduras de serpientes, hambre y sed, insectos, enfermedades del monte, hemos llegado, al fin, un día lunes por la tarde, la ciudad ha sido un deslumbre para esos indios, las calles, los edificios, las farolas en las veredas, los ventanales vidriados, primero, me he reunido yo con el Gobernador, sin indios, el Gobernador me ha recibido, le he puesto sobre aviso, el Gobernador ha manifestado su acuerdo ¿les daríamos al fin su tierra prometida? los designios del gobierno son inescrutables, por la tarde nos hemos reunido con el cacique, en el despacho estamos los tres, más dos indios de testigos, lo he presentado con protocolo, el Gobernador ha hecho alarde de escucha, Alaykin ha hablado durante casi una hora, sin interrupciones, ha contado la historia de su pueblo, las desdichas y humillaciones que pesan sobre su pueblo, los incesantes ataques, la muerte a mansalva, el implacable olvido, yo traducía, reseca la boca de tanto versar, el mandatario escuchaba silencioso, inmóvil, cabeza en alto, mano en mentón, después ha hablado, de sus dichos he alterado dos palabras, nada más, palabras que eran claves, al fin, Barreda ha dicho con voz ceremoniosa, pongo a disposición para llevar a tu pueblo cuatro mil cabezas de ganado, cuatro carretones pertrechados de herramientas y dos clérigos para que colaboren con vosotros, la entrega de esta dotación está sujeta a un acuerdo, es condición que la tribu deponga los ataques a la población, el cacique se ha quedado perplejo, me ha mirado a los ojos con una pregunta suspendida en el silencio, sus ojos estaban duros, inciertos, he consentido con la cabeza, de acuerdo, me ha ordenado que diga, pero que sus hombres tampoco sean atacados por ningún blanco, esto lo he dicho con algún eufemismo, hecho, el Gobernador ha tenido la torpeza de querer firmar un acta, pero Alaykin no lee ni escribe y la rúbrica no es parte de su comprensión del mundo, compromiso de palabra, Señor, en las propias palabras que yo he traficado, en un mes llegaría la hacienda, en seis meses estaría levantada la capilla de adobe y el almacén, y después la curtiembre y los talleres textiles, el Padre Dobrizhoffer y el Padre Sánchez han venido con nosotros, los siguientes han sido días de marcha y trabajo, el emplazamiento ha sido levantado sobre la orilla occidental del Río Dulce, en el cruce con el Salado, a diez leguas del camino real, con postes de quebracho, hemos alzado un majestuoso campanario, el repique de campanas llenaba con sus toques el silencio de las tardes, de a poco, día tras día, hemos fundado un nuevo orden, al son de las campanadas, los indios iban al catecismo, a la oración y al Rosario, la vida cotidiana se hacía progresivamente a un ritmo nuevo, exacto, disciplinado, la misa, al alba, cuando aún la claridad era mezquina, después, los talleres,  la carpintería, las huertas, ocho horas de trabajo con un almuerzo breve y frugal, luego, a la oración La Oración, así, alba por alba, estos indios se han bañado en las aguas de la civilización y la vida cristiana, alba por alba, han dejado atrás el sombrío peso de sus orígenes ¿acaso han sido felices en esta nueva vida que la historia les ha tirado encima? a pesar de todo, presiento que una oscura nostalgia habita sus corazones, presiento que prefieren el sobresalto y el alerta, el grito, la polvareda, la chusa, la incertidumbre de una vida en montonera.

La luz de la bujía se debilita. La noche ha bajado ya sobre los techos del fortín. El Comandante General de la Frontera da unos pasos alrededor de la cama.
El Comandante piensa. El Padre Cristóbal y el Gobernador Barreda han hecho un milagro. Hay que saber lo que es el alma de un indio de estos. Almas habitadas por violencia y rencor. Almas que no perdonan.

Por eso mismo. Con el tiempo llegaría el éxodo. Por los rebeldes, que no faltan. El comandante piensa. Estos indios son incorregibles. Algunos se habían llamado a sedición. Algunos insurgentes habían visto en este nuevo destino una claudicación. Alaykin había sido declarado traidor. Flechas mortales bajaban de la espesura del bosque. De nuevo el caos. Los malones. La muerte y el saqueo. Indio contra indio, en guerra sangrienta. Esto ya es insostenible, repetía Cristóbal Almaraz. Una tarde en mulas y carretas se hace presente una comitiva oficial.  Es el gobernador. En persona. ¿Cómo es que le han llegado noticias de este infierno? Seguramente el Padre Almaraz ha franqueado mensajeros, se responde el Comandante. Seguramente el asunto ha sido tratado en reuniones de despacho. El mandatario, junto a los clérigos, en un prolongado conclave, han decidido el traslado. Había que tomar distancia.  Tan lejos como no pudieran encontrarlos.  El Padre Martín Dobrizhoffer ha tomado la punta con un grupo reducido. Les ha recordado las mismas palabras del éxodo que Cristóbal. Pero los indios no las escuchan con el mismo fervor. Lo siguen el Padre Sánchez, con el propio Gobernador, con cuatro carretas cargadas con los trastos de la capilla, imágenes, custodias, reclinatorios, cosas así. Va también Alaykin y, un cacique más, junto a cuarenta familias. Una caravana de fantasmas. Pobres, lo que les espera. La travesía sería interminable, como aquella del Cabildo y aún más. Algunos indios se han quedado. No podían dejar su tierra. La promesa se resquebrajaba. Entre ellos el propio Cristóbal Almaraz, que había enfermado de sífilis y encontraría su muerte a los días. Cuentan que los pocos indios que le han visto morir, lo han llorado amargamente. Le ha dado un beso a cada uno y minutos después ha encomendado su alma a Dios. A su modo, había sido el camino, la verdad y, a pesar de todo, también había sido la tierra. Lo han enterrado junto a sus propios muertos, nadie sabe dónde.

El Comandante piensa. Veintidós días. Dos caciques, cuarenta familias. Con mujeres y niños. Por las costas del Salado. Todo para nada. Después de Concepción de Abipones, trasladarse de nuevo. Hasta cuándo. Por culpa del agua. Agua de mierda. Salobre, sucia, dañina. Los indios se enfermaban y se morían. Hasta cuándo. De nuevo partir con el pueblo a cuestas. ¿Dónde ha quedado aquella lejana promesa del Cabildo? ¿Cuánto posible había sido aquel sueño? Trashumantes sin destino, la tribu vagaría por el tiempo hasta los años de la destrucción y el fin.

Historias tristes, las del Padre Carmelo.

No lo olvide, Comandante. Guárdelo. Como un tesoro. Yo voy a morir y alguien tiene que contarlo.









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