domingo, 10 de mayo de 2015

EL TELAR DE LA TRAMA

EL TELAR DE LA TRAMA. Orestes Di Lullo, narrativa e identidad

Presentación, jueves 14 de mayo de 2015, salon, sala Dr. Domingo Bravo, Anexo Paraninfo, UNSE.

El telar de la trama. Descargar indice e introducción



INTRODUCCIÓN

Orestes, un pensador en la frontera




Los ecos de un nombre

Refiere un milenario mito, documentado en tragedias de Esquilo y de Sófocles, que entre Agamenón, rey de Micenas, y Clitemnestra, nace un hijo varón, llamado Orestes, hermano de Electra e Ifigenia. Mientras Agamenón permanece ausente durante la guerra de Troya, su esposa lo traiciona en un romance con Egisto. Al regresar a Argos después de la guerra, Agamenón es muerto por el amante de su esposa. Orestes acomete la venganza por la muerte de su padre: mata a su madre, Clitemnestra. En los valores de la cultura trágica este hecho es entendido como un acto de justicia, “sangre por sangre”. Sin embargo, la justicia no lo libera de la culpa. La repugnancia por el crimen cometido –matricidio– acompañaría a Orestes hasta el fin. Huye perseguido por las Furias –personificación de la venganza y el castigo–, en un largo viaje en busca del olvido. Finalmente, el dios Apolo lo purifica y lo libera.
Hasta aquí el mito trágico.
El cuatro de julio de mil ochocientos noventa y ocho, en Santiago del Estero, nace un hijo varón de padres inmigrantes italianos, cuyo nombre también sería Orestes, y tendría dos hermanos. Hablamos, en este caso, de Orestes Di Lullo. Ni héroe mítico ni matricida, un santiagueño, un vecino de la ciudad, escritor, un profuso escritor de más de medio centenar de libros.
Si la signatura del Orestes griego ha sido la huida culposa por el crimen matricida, nuestro Orestes se caracterizaría por el honor y la veneración a una ciudad que carga con la impronta de la maternidad: la Madre de Ciudades. Tanto es así que uno de sus libros más conocidos lleva por nombre la evocación de los títulos con que Felipe II galardonara a nuestra ciudad: nobleza y lealtad. Santiago del Estero, la Madre de Ciudades es además Noble y Leal. Nobleza y lealtad son los valores proclamados en El libro de los doce sabios, encargado por Fernando III hacia 1237. Se trata de un antiguo texto de la moral monárquica, representaciones de un imaginario que luego el Reino de España impondría a sus dominios.
¿Qué vínculos establece con la noción de maternidad alguien que lleva inscripto en su nombre lejanos ecos de matricidio? ¿Qué efectos de sentido se ponen en juego cuando alguien en la cultura occidental lleva el nombre de Orestes? Signado por remotas reminiscencias matricidas, el trabajo intelectual de Di Lullo parece estar orientado en dirección a restituir el vínculo materno que el mito cercena; esta vez con una madre “Noble y leal”, la gran madre de ciudades. ¿Antigua culpa que se remonta desde el fondo de los tiempos hasta los textos de Di Lullo?
¿Acaso nuestro Orestes no es sino el mismo fugitivo perseguido por las Furias, que vuelve al cabo de los siglos, cuya carrera ahora es una corrida de textos y de historias? ¿Acaso Orestes Di Lullo ha perseguido el sosiego imposible de un crimen simbólico?
El Orestes griego ha matado a su madre por venganza. El Santiagueño ha exaltado a la ciudad madre, por justicia. El Orestes mitológico busca el olvido. El santiagueño busca conjurar el olvido, mediante el ejercicio de la memoria y la escritura de la historia. Los une el mismo nombre y la exigencia de tramitar un acto de justicia, conectado con la noción de maternidad: En el Orestes mítico, la expiación del crimen; en el de estas latitudes, la compensación de una madre, víctima de un silencioso y prolongado crimen: el olvido. En el héroe clásico la intriga está puesta en la lucha por el olvido del crimen. En el Santiagueño la intriga está en la lucha contra el crimen del olvido y contra un destino de despojo. Nobleza y Lealtad son las banderas de esa lucha. Di Lullo quiere honrar a la Madre de Ciudades en su Nobleza y Lealtad, redimirla del olvido que hace estragos en la historia. Ahí están los pueblos agónicos, también los viejos pueblos, sumidos en la oscuridad de los años sin memoria.
Hay un ensayo de Borges que se titula “Historia de los ecos de un nombre”. El texto versa acerca del modo cómo se ha dado en la cultura occidental el nombre que Moisés escuchó en la montaña. Aquí tomamos prestada la enunciación para ilustrar que el hecho de llevar el nombre de Orestes no es gratuito, porque resuena en él un lejano eco que se remonta desde el fondo de los tiempos, con una constelación de significaciones a su alrededor. En el caso de Borges el nombre que ha emitido ecos en la historia es una sentencia, en nuestro caso hablamos del eco de un nombre propio que no se puede separar de una trama, de un relato legendario, que ejerce una gravitación sobre la historia. Llevar inscripto el nombre de Orestes conlleva una evocación trágica inexorable.
No hablamos aquí de causalidades, sino de efectos de sentido. Llamarse Orestes es de alguna manera revivir un mito trágico.
Orestes Di Lullo ha narrado la historia de Santiago con el dramatismo de un mito trágico. Lo trágico se verá en el conflicto entre tierra y destino que atraviesa su relato de la historia provincial. Lo trágico está en el olvido de los pueblos, en la grandeza y decadencia de Santiago, en la orfandad del paria. La historia que cuenta Di Lullo es un relato trágico porque los avatares de los hombres y de los pueblos llevan la impronta de una fatalidad destinal: el éxodo, la decadencia, el olvido.


Un pensador en la frontera

Hablamos aquí de Orestes Di Lullo como un pensador de frontera. Pensador, porque resulta una categoría más abarcadora que la de filósofo. Frontera, porque Di Lullo se posiciona en esos márgenes en que desdibujan las disciplinas. No es un mero sociólogo, no es un mero etnógrafo, ni un mero historiador, ni siquiera un folclorólogo. Lo es todo al mismo tiempo y más. Su escritura se desplaza entre las disciplinas, las visita, las instrumenta, pero sin anclar en ellas.
El concepto de frontera, sin embargo, tiene aquí otro sentido. Significa también la frontera del indio, la línea divisoria en que se levantaban los fortines para separar la civilización de la barbarie. Pues bien, esa frontera física y simbólica es también la frontera de su pensamiento. Di Lullo se cuida de dejar al indígena en el lado de las heterotopías, en los lugares “otros”, donde no convive con lo hispánico. Cuando lo hispánico se ve contaminado con lo indígena, se corrompe. El mestizo tiene lo peor del español y lo peor del indio. Es un paria. Ha dejado lo mejor en el camino.
Por último, hay una tercera frontera desde la que piensa Di Lullo. La frontera del mito griego. Orestes Di Lullo no es Orestes, pero pisa sus huellas. Está ahí, entre la culpa y la expiación, entre el crimen y el olvido, o mejor dicho, entre el olvido del crimen y el crimen del olvido.


El narrador y la trama

Di Lullo es el narrador de la historia de Santiago. No porque sea la verdadera historia, en su pretensión veritativa. Lo es porque promueve una construcción narrativa que articula un sentido. El interés de su obra arraiga en la función desempeñada al interior de una sociedad que quiere comprenderse a sí misma, antes que en el valor científico de su discurso historiográfico. ¿Cuánto Santiago hay en la historia que relata y cuanto Di Lullo hay en la historia de Santiago? ¿De qué modo el relato histórico y etnográfico devine un discurso de identidad? ¿Cuáles son los núcleos que componen esta trama? ¿Cuáles historias no narradas de pueblo encuentran simbolicidad en este gran relato de Santiago?
En las páginas que siguen abordaremos estas y otras cuestiones desde el concepto de identidad narrativa.
En la escritura de Di Lullo, como en todo relato, hay lo que Ricoeur llama una “intriga”, una construcción de sentido. La intriga es una operación. Produce efectos en los lectores. El lector se vuelve artífice de la historia, la incorpora, la hace propia y la lleva consigo. El momento de la lectura –o la escucha– pasa a ser determinante en la refiguración de la experiencia y de la identidad del lector, del receptor vivo de la historia relatada. Entonces Di Lullo narra la historia de su pueblo, que a su vez se constituye en lector y escucha de su relato, cuando se descubre implicado en sus urdimbres, cuando se ve llevado a reconfigurar el orden del mundo, como efecto de  esa experiencia.
Como se verá a lo largo de este libro, los relatos –tanto los históricos como los de ficción– no son meros paseos recreativos de un lector en busca de un goce efímero. Producen transformaciones en los lectores. Se podría decir, simplificando, que no somos los mismos después de haber leído El Quijote, Madame Bovary o El proceso, solo por nombrar algunos textos consagrados. Y no somos los mismos después de internarnos en los claroscuros de El bosque sin leyenda. Algo pasa. Y lo que pasa es un proceso de producción de sentido, que desemboca en el plano de la acción y en el de una comprensión del mundo. Las experiencias como lectores son configuradoras de identidad. Luego veremos que en los relatos encontramos la unidad de sentido para comprendernos a nosotros mismos. Algo pasa cuando leemos, cuando escuchamos, cuando nos dejamos traspasar por una historia. Hay un sentido que nos constituye desde nuestras lecturas, desde nuestras escuchas, desde las historias que nos rodean, desde las intrigas que nos asaltan.
La historia que Di Lullo relata ha prendido en el imaginario de Santiago. Casi sin saberlo los propios santiagueños se han constituido en sus lectores por excelencia.  Porque el esquema de sus “intrigas” se ha instalado como representación de un pasado y de un presente que los constituye. 


Este libro es un intento de formular una síntesis integradora de ese gran relato y de desmontar los dispositivos que han operado en la construcción de su trama. Un intento, en suma, por llegar a ese patio a donde está el telar: el telar que ha tejido esta trama.

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