domingo, 2 de diciembre de 2018

Tras cien años de su primera edición, ¿por qué leer el Ulises, en Santiago, hoy?



¿Leer el Ulises? ¿Por qué? ¿Para qué? Después de cien años de su publicación en París, hay cada vez más razones para leer aquella novela fundacional de la narrativa del siglo XX, que sigue interpelando a los lectores 
y traductores del mundo. 


El 2 de febrero de 1922, sale a las calles de París la primera y polémica edición del Ulises, del Irlandés James Augustine Aloysius Joyce, quien ese día cumplía exactamente los cuarenta años y llevaba publicados dos libros: Dublineses y Retrato de un artista adolescente. Algunos años antes, desde 1918, se había puesto en marcha una publicación fragmentaria y por entregas de aquella novela, en las páginas de Little Review, hasta que fuera censurada por pornográfica.
Podríamos decir que en el lapso que transcurre entre 2018 y 2022, estamos asistiendo al cumplimiento de los primeros cien años de vida de esta obra.
Nos preguntamos entonces, ¿tiene sentido leer el Ulises hoy, un siglo después, en Santiago del Estero, cuando estamos tan lejos de todo, en la periferia del mundo y del lenguaje, en los bordes de cualquier cartografía literaria?
Después del prólogo de Los Lanzallamas, pareciera que leer el Ulises es una costumbre de lujo reservada a lectores burgueses, que pueden leer en inglés y que gozan de un tiempo de ocio ilimitado. La queja de Arlt tuvo sentido en su momento, en aquel período de veintitrés años en que la obra circulaba muda por el mundo sin encontrar traducciones. Él mismo aclara que cuando el Ulises estuviera traducido, aquellos lectores buscarían otro libro con el cual suspirar.

Pues bien. El Ulises ha tenido ya cinco traducciones al español. No hay nada parecido entre aquellos que hablan de Joyce “poniendo los ojos en blanco” y la situación de un lector santiagueño del siglo XXI, que tiene que lidiar con el precio del boleto, las horas de trabajo al calor de esta caldera que nunca se enfría, el sueldo que no alcanza, el pantalón descosido y tanto más. ¿Leer el Ulises? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué perder el tiempo con ese mamotreto ilegible, que cuenta las sucias intimidades de un personaje lejano, exótico, que habla un inglés para pocos y que sigue tradiciones que nos resultan extravagantes?
A lo mejor no es así. A lo mejor honrar a sus traductores sea un modo diferente de acercarnos a sus palabras.
Podemos aprender con el Ulises a leer de otro modo.
Se me ocurre. Pienso en algunas razones para semejante empresa.

La primera. Nada más que por ser una buena novela, una de las mejores de la literatura universal, la más renovadora del siglo XX, la más moderna para Borges. En efecto, a estas alturas es una obviedad decir que resulta inconcebible la novelística contemporánea sin la renovación y reinvención que le ha dado Joyce. El Ulises significa un momento fundacional de la narrativa del siglo XX, un giro estético que aún se mantiene en vigencia y del que todavía hay mucho por aprender, como lectores, como traductores y como escritores.
Segunda razón. Porque está llena de guiños, juegos, símbolos, citas encubiertas, correlaciones y enigmas lingüísticos, que siguen interpelando a los lectores y traductores, al punto que siempre nos queda mucho por descubrir. Joyce ha hecho de lo “ilegible” una virtud. El Ulises es una novela que nunca se termina y que, al mismo tiempo, siempre encontramos razones para seguir o volver a sus páginas. Sus perplejidades resultan estimulantes, seductoras. El texto sabe jugar con nuestro desconcierto. Joyce dijo alguna vez que los críticos pasarían un siglo para desentrañar los símbolos y sentidos de su obra. Bien. Ha pasado un siglo y seguimos aun –críticos y lectores– desentrañando símbolos y sentidos.
Porque la novela aporta –y esta sería una tercera razón– una implícita, indirecta, y mediada reflexión sobre la condición humana en el tiempo. Retoma problemas que preocupaban a los filósofos de su tiempo y deja tras de sí otros que mantendrían en vilo a los pensadores que le sucedan. Antes, en 1889, Bergson había publicado el Ensayo sobre los datos inmediatos de la consciencia y, en 1906, La evolución creadora. En 1873, Nietzsche había escrito Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral. Freud, en 1900, presentaba La interpretación de los sueños y, en 1901, Psicopatología de la vida cotidiana. Al mismo tiempo que James Joyce escribe el Ulises, Edmund Husserl está publicando sus primeras obras. Cuatro años después de la primera edición, Heidegger nos entrega Ser y Tiempo. Sartre llegaría con El ser y la nada veintiún años después. Un año antes del Ulises Ludwig Wittgenstein publicaba el Tractatus, y treinta y un años después, las Investigaciones filosóficas. Todas estas obras mantienen contactos indirectos con la novela de Joyce. Hay efectos y tributos recíprocos. Hay flujos y reflujos de sentidos.
Porque, en cuarto lugar, reaparecen una y otra vez nuevas traducciones y es siempre un renovado desafío leer una novela que parece jugarle sucio a sus traductores. Diabólica y maliciosa, la novela se nos escurre entre equivalencias idiomáticas imposibles. Además, tres de las cinco traducciones son obra de argentinos, sin contar a Borges que tradujo algún fragmento. ¿Qué hay entonces en esta novela con los argentinos? ¿O qué hay en los argentinos con esta novela?
Porque -para seguir con una quinta razón- el juego de espejos que construye con la Odisea, representa la más extraordinaria alegoría de la dinámica histórico efectual de los textos en la tradición. Los textos se buscan entre sí, mediados por el tiempo. La Odisea quiere ser el Ulises. El Ulises quiere ser la odisea. Y ambos a su vez quieren ser todos los libros de una biblioteca infinita, que incluye libros santiagueños.
Porque en Santiago también se escriben libros que, a sabiendas o no, son efectos a su modo de las páginas de aquel libro de arena. El Ulises se prolonga también en nuestra literatura y sugiere claves para pensarla. ¿Qué tiene que ver Shunko con el Ulises? Nada. ¿Nada? ¿Estamos tan seguros que nada? En tiempos de Shunko, ¿no había ecos del Ulises que rebotaban por el mundo? ¿Y El bosque tumbado? ¿Y la Tolvanera? ¿Y Casas enterradas? Habría que ver. Y eso significa volver a Joyce, siempre volver a Joyce.
Porque finalmente es “El” Ulises, y eso en sí mismo es una razón.

Porque nos habla siempre con su murmullo de voces apagadas, desde sus páginas interminables. Y escucharlo, por consiguiente, es un acto de lectura riguroso que nos debemos. 

L. C. 




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