domingo, 12 de julio de 2015

CONVERSACIONES INTEMPESTIVAS. JORGE ROSENBERG: "SANTIAGUEÑO POR ATARDECER"



R E C U E R D O

En un lugar de un campo de Antajé
existe un olvidado cerco que se parece a mí. 
por las noches, en la liquidación del verano,
veo los hijos del dolor, 
entre las estrellas iluminadas de ausencia, 
y el trueno, el infundado trueno
que nota mi pesar. 

Un bobadal celeste
que regala la siesta
junto a un pájaro mojado
que no puede volar.

Soy santiagueño por atardecer,
enjuto tordo de plumas empapadas,
cerca, muy cerca del brocal del mundo, 
en los suburbios de La Banda,
y lejos,
muy lejos de mi.

Jorge Rosenberg, La pelota de la Luna, 1987.

Desbordante, retorico, acústico, “Recuerdo”  es una emblema de la mejor poesía rosenbergiana. Su magia está en un compuesto de notas que se conjugan de un modo inesperado: la sonoridad, las metáforas, las sugerencias reflexivas, la ostentación de una subjetividad en conflicto. El poema describe un campo y un cerco. Eso es todo. El campo es próximo y a la vez distante: Antajé, “en los suburbios de La Banda”. Esa inscripción pone en juego un espacio de tensiones entre proximidad y lejanía que va a ser el eje del poema. El cerco es antes un símbolo que un elemento descriptivo, porque “se parece a mi”, personaliza los encierros y limitaciones del poeta, y mojonea la amenaza del fin de la poesía. Ese campo y ese cerco dan lugar a una “visión”, atestiguada por el trueno que anuncia la tormenta: los hijos del dolor, los parias que pisan la tierra de Santiago. Luego aparece “un pájaro que no puede volar”, el “enjuto tordo de plumas empapadas”. La imposibilidad de volar es la conflictiva dificultad de poetizar que sufre quien se define como “enjuto tordo”, pájaro que pulula el paisaje santiagueño. Ave de hábitos arteros que acaso evoca la burla incesante de Juancito, el astuto zorro de nuestras tradiciones orales. Y enseguida se nos viene encima la metáfora de autoadscripcion identitaria más fuerte de nuestra poética regional: "santiagueño por atardecer”. La expresión conjuga un modo de pertenencia que no apela a orígenes, ni lugares, ni linajes, sino a un devenir histórico y biográfico. Una pertenencia que se configura como construcción de sentido a través de una urdimbre temporal. Santiagueño porque ha caído la tarde, al fin, y, ya con el sol en retirada, el tiempo ha hecho su trabajo silencioso. El día ya ha sido vivido y ha dejado una huella que busca su palabra en el pálido murmullo de la “oración”. Hay una hechura de tiempo, que no es obra del embrujo de la tierra, ni del sagrado origen, ni de una posesión ancestral. La “santiagueñidad” del poema aquí no es esencia ni filiación vernácula, como suele pensarse desde poéticas sustancialistas. Es un dramático devenir histórico y temporal, y esa es la mayor sugestión. Por último, un Santiagueño que está cerca “del brocal del mundo”, ese lugar por donde el todo se aniquila y resurge. Y, una vez más, la tensión entre cercanía y lejanía, porque el poeta está “lejos, muy lejos de mi”. Distancia de una historia colectiva de desposesiones (el desarraigo y el éxodo) y de una historia personal de desencuentros, que lo inscriben en la lejanía de sus propios sueños. O como dice Di Lullo, “El santiagueño está lejos de los demás porque está lejos de sí, de lo que el querría ser si no estuviera inerme y soterrado”  Lejanía que es también temporal, distancia irrevocable de “aquel niño sentado en el santuario blanco de un umbral” del poema 1955, año que evoca la infancia del poeta. Lejanía - cercanía del “silbido del afilador sobre la siesta dormida” en “por donde yo voy camina mi pasado”. 
Jorge, te estoy esperando en el medio de tu siesta, desborde de luz y sentido que pulsa tu poesía. Te voy a dar un vuelto de palabras que me he quedado en el bolsillo al entrar en tu casa. 




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