“Manuel: préstame tu
caballito de palo para ir al otro lado de este lado.
La realidad es más real
en blanco y negro”.
Octavio Paz, Cara al tiempo

El ojo inventa a Roma y Roma
inventa un ojo para encontrarse.
Hablamos de fotos, esa
posibilidad humana de “hacer ser” algo a través de la imagen que perdura. Como
la ciudad de Roma, una fotografía no es más que una lucha contra el tiempo y
sus estragos.
En el sentido común está
instalada la idea de que la fotografía es un instrumento de documentación y que
su fin es una reduplicación de la realidad. Esto es así solo dentro de ciertos
y reducidos límites. La foto documental se cancela a sí misma como foto. Es un
instrumento para un expediente o un sucedáneo de la memoria.
La fotografía, en cambio, alcanza
estatus artístico, cuando se vuelve sobre sí misma y abandona toda mediación
externa. Es la imagen como fin en sí. No sirve para nada. O mejor dicho, solo se
sirve a sí misma.
Una fotografía hecha para ser
ella misma es una construcción autónoma de sentido. Es la instalación de un
mundo más verdadero que el de la “simple vista”. No es una mera reproducción. Es
genuina producción, creación, com-posición. O, más precisamente, un “poner la
vista en obra”, com-poner con la vista. Por eso Roma es más Roma en las fotos
de Mario que en cualquier recorrido por la ciudad.
Los objetos, los paisajes, los rostros
y los edificios se vuelven "texturas", inmovilidades del tiempo, segmentaciones
del espacio, urdimbres de sentido. Bicicletas y motonetas, edificios históricos y modernos, cuerpos
en movimiento, humanidad en los márgenes, plazas, fuentes, monumentos; todo se
vuelve un parpadeo de la ciudad milenaria. El tiempo sedimenta y se precipita
en el instante de la fijación del sentido.
La luz juega. Los objetos se
transforman en reflejos y los reflejos se cosifican.
Las fotos hablan. Hablan un
lenguaje de visiones, una sintaxis de destellos.
¿De qué hablan las fotos? Hablan
del pasado y sus voces de piedra, de la soledad de millones de habitantes de
una ciudad de multitudes, del amor desesperado y de la muerte en acechanza.
Hablan de lo que habla toda poesía. Aquello innombrable que pide redención en la
palabra.
La basílica Santa María Maggiore en
una perspectiva que burla su falsa simetría; la geometría de un portón bajo relieve; el
contraste entre un coliseo desmonumentalizado, como un asomo lejano y entre
sombras, con una silueta humana solitaria, efímera, insignificante; una vieja
escalera tornasolada por efectos oníricos de la luz; son todas imágenes que sorprenden
las expectativas de la simple-vista.
Habla la ciudad. Dice las posibilidades e imposibilidades de la experiencia humana. Las fotos de Mario Carbone nos muestran que hay otro mundo que excede el de la “simple vista”. Porque ver es reducir. Fotografiar es ensanchar, multiplicar posibilidades de mundo.
Aunque Mario diga que “la vera fotografía non esiste”, existe la verdad "en" las fotos, como un acontecer inmanente. La
imagen tiene un potencial heurístico que pone luz en las zonas ciegas de
nuestra experiencia del mundo. Una foto -incluso digital- tiene un revelado, un descorrimiento del velo
que la “simple vista” pone por delante. Por eso el a-sombro. Hay algo en la foto que sale de las sombras.
Las fotos invitan y nos hacen parte de un juego, un gran juego de opacidades y de transparencias, de gradaciones y de formas que ponen en presencia algo que el simple-visualismo no registra. Somos parte. Nuestros ojos juegan. Estamos invitados a descubrir/proponer significaciones a esos alumbramientos. Estamos invitados a esa conversación. Con-versar es encontrarnos en la palabra/imagen. Es un llamado a sumar sentido y contribuir a su puesta en obra.
Estamos invitados. Roma nos
espera.
La Roma de Carbone es otra
ciudad, fuera de todos los circuitos visibles de este mundo.
L, C.