sábado, 6 de agosto de 2016

Final de novela en San Pedro de Choya




No es el final. Tampoco es el comienzo. No sé, en realidad, adonde estoy. Lo cierto es que me descubro perdido. El enorme laberinto que me cerca es una novela en proceso, uno de cuyos pasadizos se extiende por las solitarias, desleídas callejas de San Pedro de Choya. 
Inesperadamente, me he sorprendido una mañana de viaje hacia allí, en busca de una salida. Había decidido ir porque pensaba que podía encontrar algo para resolver mi desencuentro escritural. 
Llegar no ha sido fácil. El pueblo no figuraba en ningún mapa. Me he dirigido, en principio, a la ciudad de Choya. Ciudad es una metáfora vana. Un caserío de siete cuadras a la vera de la ruta, más una plaza, una iglesia y una vieja estación en ruinas. Tenía muchas dudas sobre si daría al fin con el viejo San Pedro. La ciudad aldea se abría tras dos pretenciosas columnas que anuncian su nombre. Luego, al llegar a un refugio de parada de ómnibus, me he detenido a preguntar. En ese lugar esperaba una mujer, de unos sesenta años y de piel castigada. 
- Disculpe, por donde queda San Pedro de Choya. 
- Vea, señor –me ha respondido la mujer- , yo vengo de Buenos Aires. Pero vine casualmente al cementerio de San Pedro, en donde tengo enterrada a mi madre. No veo la hora de irme –me ha dicho, como advertencia de los efectos perturbadores del lugar-. Tome la calle de detrás de la estación y siga derecho.
- ¿Cuál? ¿aquella? –he preguntado, señalando para confirmar la interpretación correcta del dato.
- Si –ha respondido la mujer-. Por esa calle, derecho, tres o cuatro kilómetros, hasta que vea un cartel con una flecha que dice Ancaján. Ahí tome a la derecha y va a llegar en seguida. 


Le he agradecido su atención y me he ido apurado. El camino se abría irregular y pedregoso y a todas luces poco transitado. He tenido que andar lento, con cuidado. El cartel de Ancaján, por supuesto, no era obra de ninguna intervención vial, sino una manufactura, un dibujo a mano alzada, con una caligrafía trajinada fuera de las aulas, fondo blanco y texto en negro. Era una Ye, ladeada en ángulo recto. Una flecha decía Ancaján, hacia la izquierda; y la otra, San Pedro, a la derecha. He seguido ese camino y a menos de mil metros ya se divisaban las primeras casas. En seguida no más, la plaza, cercada, como es costumbre en estas poblaciones, para no ser caminada por animales. No había un solo árbol, ni arbusto, ni planta, ni un metro cuadrado de gramilla. Era lo que se dice un potrero. Del otro lado, se alzaba la vieja capilla y, a su lado, las ruinas de una gran casona. Por sus características y por su coloración rosa y azul, atribuyo a Don Antonio Tula, al menos según el relato de Di Lullo. Me he acercado con cautela. Parece mentira, pero en esas ruinas vivía gente, probables intrusos, ocupantes ocasionales, por decirlo de algún modo. He tenido la tentación de golpear las manos y preguntar, pero he pensado que no tenía sentido. Quienes vivieran allí dentro. se mostrarían recelosos de mi extraña visita.
Entonces, recordé el texto de Di Lullo: “El patio me parece, ahora, más vasto, más desmesurado, más abierto, como si toda la quietud y la soledad de la campiña se hubiera refugiado en él, entre los altos paredones que lo circundan, bajo los arcos del corredor que descansan sobre gruesas pilastras cuadradas, o, simplemente, bajo el naranjo, o bajo la tupida mata del jazmín o de la glicina”. 


Me he dejado traspasar por esa quietud. He observado con demora las soberbias arcadas y columnas de la casa. Viejos espíritus que laten ahí mismo han atravesado el espesor de la materia que me sostiene. Voces. Antiguas voces amuradas entre los ladrillos han salido a mi encuentro. Entre ellas, he reconocido la voz de mi padre.
Entonces, he vuelto a casa. Una sola cosa me quedaba por hacer. Seguir escribiendo la novela.