viernes, 26 de diciembre de 2014

TIERRA PROMETIDA








¿Trescientos hombres encolumnados entre montes y salitrales bajo la furia de un cielo incandescente? Trescientos hombres, veintidós días de marcha. Había que refundar la promesa. Había que abrir un nuevo destino para esas almas desesperadas.

Cae la tarde. En el silencio del campo se oyen las voces apagadas de los últimos hombres en la plaza del fortín. El Comandante mira la luz del ocaso a través de una ventana. Medio uniforme, camiseta abotonada color marfil. En el cuarto de campaña hay una bujía prendida, que vuelve amarrillos los tonos de las cosas. Una india le alcanza un mate. Dulce y lavado, el mate, de tanto andar. El Comandante piensa. Piensa en la historia que le ha contado el Padre Carmelo. Anoche. El cura es un contador de historias. Como un artesano hilvana sus intrigas. El Comandante escucha. El Comandante General de la Frontera registra cada palabra que le cuentan. Sabe cuánto destino depende de su memoria.
El Padre Carmelo solía decirle al Comandante. Ojo con las indias. Todas tienen sífilis. Por la boca no, respondía el Comandante. El Padre reía.
Declina el atardecer en los campos Abipones. El Comandante piensa. Las cosas han sucedido hace sesenta y tantos años. El Padre Carmelo se lo ha contado. ¿A quién se le ocurre? Montes y salitrales son enemigos de los hombres. Trescientas almas en caravana. Todos indios. Sólo tres blancos, el Padre Dobrizhoffer, el Padre Sánchez y el Gobernador del Tucumán. Había que llegar. Los indios iban en silencio. Los indios no hablan. El Padre Martín Dobrizhoffer no conoce la lengua de los indios. El que habla con ellos es Padre Cristóbal, que se ha quedado lejos. Igual. Lo indios le siguen. Los indios rezan. Piensan. Ponen su vida en sus manos. Esos indios eran bravos, recuerda el comandante. Los malones hacían estragos. A su paso arrasaban con todo, ranchos, animales y cristianos, y vengaban a los traidores. ¿Cómo ha sido posible que depusieran tanta crueldad derramada por el llano? ¿Cuánta promesa ha sido necesaria para tornar en frágil mansedumbre el alma montaraz? El Padre Cristóbal les ha dicho. Soy el camino, la verdad y la tierra. El calor inmemorial de la tierra, soy. ¿Podían esos indios sangrientos creer en sus promesas? A lo mejor con el tiempo. Alba por alba. Porque el Padre Cristóbal Almaraz se había aparecido en la frontera sin pertrechos, sólo con su evangelio y sus ojos de cielo. Porque tenía una voz de acuarela que pintaba de ternura  sus palabras. Porque se había entregado a que dispusieran de él, incluso hasta la muerte. Porque les había tomado la palabra y porque se había dejado tomar por sus palabras. Porque las ha puesto a rodar por el mundo, como el eco de un sueño interminable.

El Comandante piensa. Veintidós días de marcha. Dos caciques, cuarenta familias de indios. Por las costas del Salado. Desde concepción del Bermejo.
El Comandante piensa. El padre Carmelo es hijo de una India. De una india y del cura Almaraz, según malas lenguas. Apenas nacido, había sido entregado a una familia de la ciudad, parientes del Comandante, para variar. El Padre, que nunca ha sido su padre, le había contado la historia, repetidas veces, cuando aún estaba en la Ciudad. Y el Padre Carmelo se la ha contado al Comandante.

Umbral del infierno, la frontera. La gritería y la sangre mojan el salitre por todos los vientos. Las familias largamente aquerenciadas, han perdido la paz hace ya mucho tiempo. Las hordas saquean los ranchos y después los incendian. Las fuerzas oficiales no dan abasto. El comandante lo sabe. Es parte de esa impotencia.

Una tarde de agosto el Padre Cristóbal Almaraz había sido tomado prisionero. Recién llegado a esos horizontes. Venía del pozo, en una mula, cargada con dos tinajas. De pronto escucha ruidos, ruidos en los quebrachales.  No son las aves, no es el viento ni las criaturas del bosque. Son ruidos humanos. Hombres invisibles. Están enterrados en los intersticios del bosque. Como una lluvia salvaje, caen repentinamente de los árboles. Le rodean, le chusean, y le amarran. Después lo llevan a sus taperas.
El cacique Alaykin se presenta ante el cautivo. Ordena que lo aten de un árbol. ¿Matarlo? ¿Piensa matarlo? No ha de ser, por ahora. Es útil tenerlo vivo, piensa el jefe. ¿Se equivoca de tenerlo con vida al enviado de una civilización asesina?
Hay un indio joven que le lleva la comida y a veces le acompaña. Varios meses prisionero, el cura. Duerme en el suelo y come frutos y leche de cabra. El indio le habla. El Padre Cristóbal no le entiende. No le entiende, pero escucha. Para los oídos. Se empeña en descifrar. En despejar voces al interior de cada sonido que percute su atención. Se afana en percibir tonos, acentos, modulaciones. ¿Se puede escuchar sin entender? se pregunta el Comandante. Se puede escuchar sin entender, se responde el Comandante. Es dejar pendiente un sentido, es postergar la comprensión que tarde o temprano va a llegar. Porque el cura cautivo no comprende, pero examina, ausculta el espesor de voces que fluyen por el aire.  El indio le dice cosas, le cuenta historias. El Padre Cristóbal encuentra familiares algunas voces recurrentes. Las repite. Después observa la reacción del muchacho. Cuando abre grandes los ojos, repite una vez más y el otro redobla la mirada. Al cabo de dos meses el cura intercambia monosílabos con el indio. Pide agua, el indio le trae agua.  Pide abrigo y le trae un pellón de oveja.

El comandante piensa. ¡Qué tipo el Almaraz este! Aprender a hablar con los salvajes. Quien pudiera oírlo.


Llega a visitarlo otro indio. Cristóbal Almaraz le pregunta por su amigo. Al escuchar aquellos sonidos en boca del cura, pega el grito. Corre asustado a avisarle al jefe. El blanco se ha robado sus palabras. El hombre blanco habla nuestra lengua. El cacique Alaykin pide que lo traigan hasta él. A punta de lanza y con los miembros atados, el hombre es arrojado a sus pies. El jefe pregunta, el cautivo responde. Dos palabras perspicuas son suficientes para dar cuenta de su habla. El Cacique llama a uno de sus consejeros. Se alejan y conversan. El Padre Cristóbal mira desde la distancia e intenta adivinar en sus gestos el asunto. La conferencia se demora. Hay ademanes de desacuerdo. ¿Qué cosa les inquieta tanto? ¿Les preocupa qué hacer con un cura que habla su lengua, que escucha sus charlas, que tarde o temprano va a saber más de lo conveniente? Después observa consentimiento en el movimiento de sus cabezas. Algo sucede. Se vuelven hacia él. Algo sucede. Ahora habla el cacique. En adelante serás un colaborador de la tribu, le dice.  En adelante serás parte de mi gobierno.

El Comandante piensa. El Padre Cristóbal Almaraz ha sido proclamado lenguaraz de la tribu de concepción de Bermejo. Estos indios no tienen idea de lo que han puesto en las manos de este hombre.

El Comandante piensa que un hombre piensa... Soy el lenguaraz de la tribu, tengo en mis manos una secreta prerrogativa, traduzco e interpreto ruegos y mandatos, plegarias, actas y declaraciones, reemplazar una palabra por otra… ¿no es ejercer un acto político? ¿no es acaso torcer destino?... puedo decir paz donde otros dicen violencia, puedo decir la palabra de Dios a donde solo dicen el pecado y la muerte, uso este instrumento, el Señor lo ha puesto en  mis manos para gloria de su reino, el jefe me lleva consigo donde va, soy el camino, soy verdad, y soy tierra, yo hablo por los prisioneros blancos, por los jefes y por los clérigos que cruzan sus huellas con estos hijos de la tierra, soy un puente sonoro entre las almas bárbaras y el orden cristiano, el jefe me escucha, el jefe sabe que la razón y el evangelio están de mi lado, no tiene más que allanarse a mi poder ¿le he mentido alguna vez? nunca le he mentido, nunca, negocio las palabras, propongo una nueva historia, por eso le he dicho: hay que fundar un pueblo para la tribu, le he hablado de los libros del éxodo, le he dicho que, como Moisés, él está llamado a guiar a su pueblo hacia una tierra de prosperidad, he recitado de memoria aquellas lejanas palabras del Éxodo, deja este lugar y lleva al pueblo que sacaste de Egipto a la tierra que les prometí a Abraham, a Isaac y a Jacob, yo les aseguré que esa tierra sería para sus descendientes ¡es tan rica que siempre hay abundancia de alimentos! enviaré a mi ángel para que te guíe, y echaré de allí a todos los pueblos que no me obedecen,  ¿era yo el ángel enviado en este caso? Nadie lo sabe, pero he intentado ser el guía, le he dado a saber que podían vivir como viven los cristianos, gozar de los favores y holguras de los blancos, casas firmes, comida en abundancia, salud, instrucción, inclusive, ocio y deleites, Alaykin me pregunta cómo, le digo que tenemos que ir a la ciudad, tenemos que llegar al cabildo, hablar con el gobernador Barreda, una audiencia, nos va a recibir, lo conozco, su política con los indios ha cambiado, el Gobernador quiere colaborar, quiere la pacificación, comprendo la historia de hostilidades que ha habido entre ustedes, pero sé también que está dispuesto a olvidar, dar un nuevo rumbo a esta historia dolor y de muerte, es ahora o nunca, Señor, Alaykin me escucha, piensa, demora sus palabras, teme equivocarse, bueno, hay que pensarlo, me dice, no hablamos más, pasan los días, algunos me dicen que el cacique no va a ir a la ciudad porque entre ellos y el Gobierno ha corrido mucha sangre, secuestros y muertes de los dos lados, pura bronca, presiento que Alaykin desconfía, como buen indio de su estirpe, sabe que un indio es un indio y un cristiano es un cristiano, certeza difícil de quebrar para el que vive detrás de la frontera, en la oscuridad del mundo, el jefe me habla, un día, me hace algunas preguntas, sospecha una celada, le digo que a estas alturas y con la sequía no hay mucho que perder, el hombre piensa, pero deja otra vez la cosa pendiente, pasan días y días hasta que me llama, me dice que mañana salimos, le digo a dónde, a la tierra que me has prometido, tengo listos catorce hombres para el viaje, me dice, era mes de enero, partimos no más, los catorce, más el jefe y yo, andábamos de noche, por el calor, de día acampábamos, han sido más de veinte noches, he olvidado la cuenta, infernales noches de tormenta, noches de calor inmóvil, noches de fatiga y de muerte, hemos perdido cuatro hombres por inanición, por enfermedad y por mordeduras de serpientes, hambre y sed, insectos, enfermedades del monte, hemos llegado, al fin, un día lunes por la tarde, la ciudad ha sido un deslumbre para esos indios, las calles, los edificios, las farolas en las veredas, los ventanales vidriados, primero, me he reunido yo con el Gobernador, sin indios, el Gobernador me ha recibido, le he puesto sobre aviso, el Gobernador ha manifestado su acuerdo ¿les daríamos al fin su tierra prometida? los designios del gobierno son inescrutables, por la tarde nos hemos reunido con el cacique, en el despacho estamos los tres, más dos indios de testigos, lo he presentado con protocolo, el Gobernador ha hecho alarde de escucha, Alaykin ha hablado durante casi una hora, sin interrupciones, ha contado la historia de su pueblo, las desdichas y humillaciones que pesan sobre su pueblo, los incesantes ataques, la muerte a mansalva, el implacable olvido, yo traducía, reseca la boca de tanto versar, el mandatario escuchaba silencioso, inmóvil, cabeza en alto, mano en mentón, después ha hablado, de sus dichos he alterado dos palabras, nada más, palabras que eran claves, al fin, Barreda ha dicho con voz ceremoniosa, pongo a disposición para llevar a tu pueblo cuatro mil cabezas de ganado, cuatro carretones pertrechados de herramientas y dos clérigos para que colaboren con vosotros, la entrega de esta dotación está sujeta a un acuerdo, es condición que la tribu deponga los ataques a la población, el cacique se ha quedado perplejo, me ha mirado a los ojos con una pregunta suspendida en el silencio, sus ojos estaban duros, inciertos, he consentido con la cabeza, de acuerdo, me ha ordenado que diga, pero que sus hombres tampoco sean atacados por ningún blanco, esto lo he dicho con algún eufemismo, hecho, el Gobernador ha tenido la torpeza de querer firmar un acta, pero Alaykin no lee ni escribe y la rúbrica no es parte de su comprensión del mundo, compromiso de palabra, Señor, en las propias palabras que yo he traficado, en un mes llegaría la hacienda, en seis meses estaría levantada la capilla de adobe y el almacén, y después la curtiembre y los talleres textiles, el Padre Dobrizhoffer y el Padre Sánchez han venido con nosotros, los siguientes han sido días de marcha y trabajo, el emplazamiento ha sido levantado sobre la orilla occidental del Río Dulce, en el cruce con el Salado, a diez leguas del camino real, con postes de quebracho, hemos alzado un majestuoso campanario, el repique de campanas llenaba con sus toques el silencio de las tardes, de a poco, día tras día, hemos fundado un nuevo orden, al son de las campanadas, los indios iban al catecismo, a la oración y al Rosario, la vida cotidiana se hacía progresivamente a un ritmo nuevo, exacto, disciplinado, la misa, al alba, cuando aún la claridad era mezquina, después, los talleres,  la carpintería, las huertas, ocho horas de trabajo con un almuerzo breve y frugal, luego, a la oración La Oración, así, alba por alba, estos indios se han bañado en las aguas de la civilización y la vida cristiana, alba por alba, han dejado atrás el sombrío peso de sus orígenes ¿acaso han sido felices en esta nueva vida que la historia les ha tirado encima? a pesar de todo, presiento que una oscura nostalgia habita sus corazones, presiento que prefieren el sobresalto y el alerta, el grito, la polvareda, la chusa, la incertidumbre de una vida en montonera.

La luz de la bujía se debilita. La noche ha bajado ya sobre los techos del fortín. El Comandante General de la Frontera da unos pasos alrededor de la cama.
El Comandante piensa. El Padre Cristóbal y el Gobernador Barreda han hecho un milagro. Hay que saber lo que es el alma de un indio de estos. Almas habitadas por violencia y rencor. Almas que no perdonan.

Por eso mismo. Con el tiempo llegaría el éxodo. Por los rebeldes, que no faltan. El comandante piensa. Estos indios son incorregibles. Algunos se habían llamado a sedición. Algunos insurgentes habían visto en este nuevo destino una claudicación. Alaykin había sido declarado traidor. Flechas mortales bajaban de la espesura del bosque. De nuevo el caos. Los malones. La muerte y el saqueo. Indio contra indio, en guerra sangrienta. Esto ya es insostenible, repetía Cristóbal Almaraz. Una tarde en mulas y carretas se hace presente una comitiva oficial.  Es el gobernador. En persona. ¿Cómo es que le han llegado noticias de este infierno? Seguramente el Padre Almaraz ha franqueado mensajeros, se responde el Comandante. Seguramente el asunto ha sido tratado en reuniones de despacho. El mandatario, junto a los clérigos, en un prolongado conclave, han decidido el traslado. Había que tomar distancia.  Tan lejos como no pudieran encontrarlos.  El Padre Martín Dobrizhoffer ha tomado la punta con un grupo reducido. Les ha recordado las mismas palabras del éxodo que Cristóbal. Pero los indios no las escuchan con el mismo fervor. Lo siguen el Padre Sánchez, con el propio Gobernador, con cuatro carretas cargadas con los trastos de la capilla, imágenes, custodias, reclinatorios, cosas así. Va también Alaykin y, un cacique más, junto a cuarenta familias. Una caravana de fantasmas. Pobres, lo que les espera. La travesía sería interminable, como aquella del Cabildo y aún más. Algunos indios se han quedado. No podían dejar su tierra. La promesa se resquebrajaba. Entre ellos el propio Cristóbal Almaraz, que había enfermado de sífilis y encontraría su muerte a los días. Cuentan que los pocos indios que le han visto morir, lo han llorado amargamente. Le ha dado un beso a cada uno y minutos después ha encomendado su alma a Dios. A su modo, había sido el camino, la verdad y, a pesar de todo, también había sido la tierra. Lo han enterrado junto a sus propios muertos, nadie sabe dónde.

El Comandante piensa. Veintidós días. Dos caciques, cuarenta familias. Con mujeres y niños. Por las costas del Salado. Todo para nada. Después de Concepción de Abipones, trasladarse de nuevo. Hasta cuándo. Por culpa del agua. Agua de mierda. Salobre, sucia, dañina. Los indios se enfermaban y se morían. Hasta cuándo. De nuevo partir con el pueblo a cuestas. ¿Dónde ha quedado aquella lejana promesa del Cabildo? ¿Cuánto posible había sido aquel sueño? Trashumantes sin destino, la tribu vagaría por el tiempo hasta los años de la destrucción y el fin.

Historias tristes, las del Padre Carmelo.

No lo olvide, Comandante. Guárdelo. Como un tesoro. Yo voy a morir y alguien tiene que contarlo.









sábado, 20 de diciembre de 2014

LOS ESPEJOS DE PAPEL








Tengo que escribir sobre esto, pensé al salir de la Facultad. Habíamos analizado un cuento de Borges. Uno de los estudiantes hizo un comentario que no pudo menos que impresionarme: su idea podría resumirse en que todos los libros son el libro de arena. Sus razones daban paso a una suerte de teoría de la lectura, inspiradas en pasajes del autor de cuento. Envidié la agudeza de mi alumno y, desde entonces, no pude proseguir con la clase.
             Mientras buscaba mi auto en el estacionamiento pensé que el tema era bueno para escribir un cuento, una ficción, no estaría copiando las ideas de Bernardo Raimundi, autor del comentario. Una cuestión de honestidad.
            Llegué a casa con la intención de escribir cosas que me habían sorprendido en el camino. Por desgracia, me encontré invadido de gente que Virginia había invitado para darme una sorpresa por el día de nuestro aniversario. No sé si se notó algo en mis gestos.  Hubiera querido echarlos a todos a patadas. “Cambiá esa cara, che”, tuvo que decirme Virginia pisándome el zapato. Pero yo no quería hacer vida social, quería escribir, sacarme ese ronroneo de mi cabeza, esa “cosquilla”, diría Cortázar. Perdido por perdido, y por sofocar mi frustración, me he dado a tomar vino y a hacerle bromas a la mujer de Rolando que, aunque es insoportable, esa noche estaba re fuerte. Termine completamente borracho, un espectáculo lamentable, que Virginia me recriminó toda la semana.
            Al día siguiente, me desperté al mediodía con un dolor de cabeza electrizante. Cuando recordé las palabras de Raimundi me levanté de un salto y, después de un té con limón, me fui a mi escritorio. Empecé a escribir con apenas unas ideas vagas, sentí que iba ingresando en un trance hipnótico, un estado de semiconciencia desde el que me brotaban las palabras como el libro de Borges, vomitaba páginas mecanografiadas, en un estado de convulsión de letra impresa. Escribí, al fin.  Durante más de tres horas sin interrupciones. El golpeteo de la Rémington infectó la casa sin descanso, al punto que Virginia se fue puteando porque “en esta casa no se puede vivir en paz” pero “andate a la puta que te parió”, le contesté violento. Terminé como a eso de las seis y media de la tarde y me sentí purgado. Un flujo de alivio me recorría los huesos a la vez que me adormecía una fatiga placentera, de labor cumplida. Había expulsado el espectro. Me recosté y quedé plácidamente dormido, sin darme cuenta.
            Claro. Porque al finalizar la historia, sentí que había escrito el cuento perfecto (tengo una teoría al respecto, el deseo del cuento perfecto como proyección de las frustraciones de un escritor, pero en otro momento me referiré a eso). A la vez que había rendido el mejor homenaje a Borges. Me dormí bajo la embriagante experiencia de genialidad expandida, de obra consumada, de logro inmaculado. Sería sin duda mi mejor relato. Incluso, debería dar título al libro que estaba pensando pronto publicar. La arena y el fuego. Sonaba bien. Prometía.
            Al día siguiente, pensé que debía enseñar el texto a Raimundi. Por lealtad. En definitiva él me había entregado la materia para mi cuento. En la primera oportunidad que pude le invité un café en el bar de la Facultad y hablamos. Al principio se mostró entusiasmado y me pidió, me exigió, el texto. Yo se lo di sin rodeos, para eso lo había buscado. Quedamos en que nos encontraríamos la próxima semana para discutirlo.
            La semana transcurrió en la ansiosa espera del encuentro con Raimundi. La idea de que su juicio era decisivo, me desvelaba. El hecho de ser el inspirador secreto de mi historia me hacía sentir en deuda. Era la subterránea culpa de pensar el cuento desde el espesor de sus palabras. ¿Era Raimundi un lector inteligente? Parecía serlo. Su juicio me daría la certeza del éxito. Nos encontramos, una vez más, en el bar de la Facultad y empecé  la charla con la tonta pregunta de qué le había parecido.
            Se demoró en responder con un silencio profundo. Parecía pensar minuciosamente cada palabra. Me abrumó la ansiedad. Él lo advirtió en mis ojos, estoy seguro, porque a partir de ese momento se invirtieron los papeles. No lo advertí de entrada, pero se desplazó hacia el lugar del profesor, y me dejó postrado en su pupitre de estudiante. Se erigió en cátedra. “Una mera variación del cuento de Borges”, sentenció; “perdone la franqueza, licenciado, pero es inútil, Borges está presente de la primera hasta la última línea”. Yo me justifiqué. Demasiado. Como un mal estudiante que no reconoce sus errores. Dije que intencionadamente había querido preservar el espíritu borgeano. “El problema es a mi entender que el texto carece de estilo; pero está bien, si usted persiste podrá con el tiempo imprimir una forma propia en el relato”, me tiró como migaja de consuelo. Me molesté, tremendamente. Sus palabras fueron insolentes.  Pendejo soberbio. Que se cree. Al fin de cuentas quién es para juzgarme. ¿A mí, que  tengo una cátedra en la Universidad? Había hecho mal en enseñarle el cuento. A él, un alumno. Además, me había apresurado. No me había dado el tiempo suficiente para pulir y cincelar el texto. El trabajo de un escritor se parece al de un relojero. Hay que verificar pieza por pieza todo el mecanismo hasta llegar la sincronía perfecta. Debía trabajarlo más. Meterme a fondo. Hasta el punto en que se cierra el círculo, cuando ya no hay una palabra de más ni una de menos. Me apresuré. Tengo que reconocerlo. La ansiedad me traicionó. Además, quién es Raimundi para tener la primicia de leer mis cuentos y encima criticarlos. Uno tiene que dirigirse a sus iguales, qué embromar. Regresé a casa con un vacío insoportable. Aquellas palabras habían sido demoledoras. Pese a todos los argumentos que consideré a mi favor, me seguían piqueteando la cabeza como una culpa.
            Me encerré en el escritorio a trabajar con mi cuento. Tomé los papeles y releí cada línea. Sin proponérmelo le encontré razón (aunque sólo parcialmente). Es verdad. Había expresiones muy borgeanas. Descubrí imágenes que proyectaban claramente la sombra del autor de El Aleph. Me enfurecí conmigo mismo. Me recriminé la impaciencia. Me aborrecí por haber enseñado a un alumno inexperto un texto en proceso (porque en realidad, y recién ahora me daba cuenta, hasta el momento mi cuento era eso, un texto en proceso). Debía continuar el trabajo. La cosa iba bien. Faltaban nada más unos toques de estilo.  Esos que modifican la impresión de la obra. Un trabajo técnico con el lenguaje y los procedimientos. Tenía que dedicarme algunos días. Con rigor y a fondo. Una tarea urgente. Decidí faltar a la Facultad. Unos días sin contaminarme de los  ambientes académicos me darían la frescura y la tranquilidad que yo necesitaba para escribir bien.
            Estuve durante tres días casi sin salir de mi escritorio. Virginia se molestó y me gritó “vos estás loco del remate”. Yo ni siquiera la miré, “andá a cagar”. Se fue dando un portazo y no regresó hasta la noche. Resultó ser lo que faltaba para mi tranquilidad de escritor. Trajiné compulsivamente  el carro de la Remington. Al tercer día ya había andado y desandado cinco versiones. La última estaba bastante bien a mi parecer. Tenía, sin embargo, la percepción de que no era la definitiva. Había que limar asperezas. Eliminar aquellas palabras que estaban en sobrerelieve (escritas en rojo, según Stevenson). Meter alguna digresión que inyectara intriga y verosimilitud a la historia desde adentro. Pensé que tenía que enfriar mi cabeza. Darme unos días de reposo. Cuando Virginia estuvo de vuelta le propuse, ya que era sábado, que invitáramos a Rolando y a Florencia para ir al cine y después tomar algo. Virginia me miró como a un idiota. “¡A vos quién te entiende, Rubén!”. Fuimos al cine y después a un bar. Otra vez tomé de más y otra vez me desubiqué con Florencia –que, entre paréntesis, estaba un bombón- y terminé peleado con Rolando (en el baño de hombres cruzamos una palabras fuertes; me tuvo sin cuidado, porque, la verdad, Rolando es un pelotudo) y, por supuesto, con Virginia, que me dijo “Estas hecho un baboso”.
            Desde entonces salí todas las noches hasta la madrugada y no volví a la Facultad por casi diez días. Necesitaba purgar demonios. Una desazón casi imperceptible. Algo que afloraba en los momentos de euforia, pero esa misma desazón me llevaba de nuevo al desborde. Mucho bar, amigos de la noche, peñas, sitios de artistas, putas, lagunas, amnesia alcohólica, fracciones indefinidas de tiempo sin saber en dónde estuve ni qué hice. Anduve así hasta el sábado siguiente, cuando, ya saturado, decidí retomar los papeles y volver al trabajo.
Releí con rigor aquella última versión. Descubrí ingenuidades, cosas horribles, cursilerías, y en cada párrafo me ensordecían las palabras proféticas de Raimundi, que ahora las encontraba certeras y lapidarias. Para mi vergüenza, sus palabras tenían razón. Estaba todo mal. Yo había sido un amanuense –esa palabra me delata-, un copista, y hasta un plagiario de Borges. No había conseguido una apropiación real de sus palabras. Me sentí miserable. Un mediocre. Guarde los papeles. Los escondí como un ladrón y quedé deprimido muchos días.
            Tardé en reintegrarme a la Facultad solo por demorar el reencuentro con Raimundi, a quien no iba a poder mirar a la cara. En mi primer día de regreso, me paró en el pasillo y me dijo que había estado preocupado por mi ausencia y que le sería grato conversar conmigo. Quedamos en encontrarnos a la seis, como siempre, en el bar. Di clase, estuve en reuniones inútiles, y tuve otras tareas de rutina. Luego me fui al bar. Raimundi me esperaba ya sentado en una mesa. Conversamos. Obviamente, me preguntó del cuento. Le respondí con pocas palabras, lo que lo llevó a adivinar mi abandono. “Escríbalo, Rubén – me dijo, llamándome por primera vez por mi nombre - , un escritor tiene que vencer sus limitaciones”. Su pedantería me ofendió una vez más. Preferí cortar el tema y retirarme.
En casa puse música y me senté a pensar a media luz con un whisky y un cigarrillo.  Tenía que introducir una variante técnica que desestructurara el relato. Algo que me permitiera arrancarle a Borges el cuento de sus manos y hacer mi propia historia. Pero, claro. Cómo no haberlo pensado antes. Un cuento dentro del cuento. Un cuento en el que yo relatara todas estas vicisitudes con el libro de arena. Yo podía escribir mi historia y dentro de ella la historia soñada por Borges. Sentí un destello de genialidad. La exultación de un gran hallazgo. Volví a escribir. Volví a rodar el carro de la Rémington como un motor a explosión y tuve otra vez mis horas de encierro y los disgustos de Virginia (que nunca me consideró escritor), y vinieron las revisiones y correcciones, hasta la versión con la que ya creía haber logrado el cuento perfecto. Guardé los papeles unos días como para enfriar la cosa. Al cabo fui al encuentro con mi juez, Bernardo Raimundi. Le entregué copia, convenimos un plazo y finalmente me dio su veredicto, en franca contradicción con su último consejo: “Rubén, usted tiene talento. De verdad. Olvídese de esta historia. Con todo respeto”. Me dolió. Me pareció injusto. Parricida. Faltaba más, mocoso altanero, venir a darme consejos a mí, con mi trayectoria impecable, diez años de docencia universitaria por concurso. Venir a jugar así conmigo. ¡Andá...!
No volví a hablar con Bernardo. Traspasado de frustraciones, abandoné por mucho  tiempo la escritura. Quemé el cuento. Inconscientemente seguí su consejo.

Tiempo después, Bernardo fue conocido con una novela que sobrevuela por la trama del El libro de Arena, en donde aún puedo reconocer, perdidas en el torbellino de un estilo acelerado y voraz, el eco de mis palabras.




Lucas Daniel Cosci